Prólogo a la “Exhortación a la desobediencia” de Xosé Manuel Beiras
Beiras es seguramente el político más amado de nuestro “corral nublado”, esa metáfora valleinclanesca que tanto le gusta aplicar al Reino de España. Pasear con él por Barcelona, por Madrid, por Bilbao, por Oviedo, y no digamos por cualquier rincón de Galicia, y verse una y otra vez interrumpido por espontáneas manifestaciones de la simpatía y aun el fervor del hombre y de la mujer de a pie, es todo uno. También es objeto de odios y rencores elitarios. Está la furia visceral que levanta en la caverna paleo-, tardo- y neofranquista, claro. Pero también, y acaso sobre todo, la fingida displicencia que suscita en buena parte de la academia y del periodismo responsables, serios y bienpensantes, en el grupo intelectual, esto es, que rentabilizó con usura su adhesión acrítica a lo que Beiras llama en estas páginas “el fraude la Transición”: en el anodino y por lo general mediocre cártel que durante más de tres décadas se ha repartido canonjías varias, premios, prebendas, subvenciones, elogios mutuos y apariciones estelares en los grandes medios de comunicación públicos y privados, monopolizando acomodaticia y –es lo que tienen los oligopolios incontestables— cada vez más degradadamente el discurso público del “corral nublado”.
Beiras se declara en este libro un derrotado de la Transición. Muchos derrotados de la Transición se fueron honrosamente a casa o se refugiaron con distinto provecho intelectual en la profesión, en la investigación, en la creación literaria, en la docencia, en la fábrica, en la mina o en el terruño. Otros terminaron integrándose en el “sistema” y, tras cumplida y más o menos humillante “autocrítica” ritual, reciclados y actuando con la peor y más antipática de las fes: la del converso mantenido. Y aun otros se entregaron –en general, de mal humor— a varios ejercicios más o menos respetables, pero siempre políticamente infértiles: a la pataleta puramente disidente, a la intriga sectaria cocida en el propio jugo, a la jactancia estetizante o –tal vez el peor de los casos— a la raposería moralizante y resentida. Beiras, no. Es un intelectual de gran nivel, “de los de antes”; y tiene cabal consciencia de serlo. Es un artista, con una formación musical, teórica y práctica, deslumbrante. Es, encima, un reconocido catedrático de economía y tiene –cosa rara en la profesión— una cultura literaria e histórica precisa y brillante, sin falsa erudición mendigada. Pero además de todo esto, ha sido capaz de construirse en la derrota –que por eso mismo lo es menos— una posición claramente política: sobrevivir –con distintas pero siempre aleccionadoras peripecias— al fracaso de 1978 como oposición más que testimonial. Y hacerlo con buen humor: desafiante y demoledor, burlesco. Me parece que eso es precisamente lo que no tiene perdón, porque los mandamases y sus diversos peritos en legitimación intelectual se han mostrado a veces dispuestos a amnistiar la juventud, la inexperiencia y la guasa floja cenacular; jamás la burla senatorialcoram populo.
Beiras se revela en este librito muy consciente de su ubicación generacional, muy pronto a reconocer sus grandes deudas con las generaciones anteriores –“en política, como en el arte, no hay vanguardia sin tradición”— y muy preocupado por el legado a los jóvenes y a las generaciones venideras. ¿Cuáles son esas deudas con la tradición? ¿Cuál el legado?
La tradición democrático-republicana y el nacionalismo gallego
Una tradición repetidamente declarada es la del republicanismo democrático, y muy particularmente la de la izquierda republicana galleguista moderna, nacida –así se puede ver sumariamente— de aquel rebrote republicano-socialista europeo de 1848 que planteó en términos nuevos el problema de las nacionalidades oprimidas bajo las distintas monarquías imperiales autocráticas o semiautocráticas. El célebre Banquete de Conxo (1856), con Aurelio Aguirre, Eduardo Pondal y acaso la propia Rosalía de Castro, expresó escandalosamente en Galicia el inicio de eso.
La palabra “nación”, en su sentido político actual, no nació pero sí se consagró con la Revolución francesa: la “nación” es el pueblo soberano, la soberanía “nacional” es la soberanía popular con todas sus consecuencias, la más importante de las cuales es la fundación de un espacio público de autogobierno ciudadano hasta entonces particularísticamente secuestrado por la Corona. Las autoridades políticas republicanas tienen que ser –idealmente— meros agentes fideicomisarios del pueblo ciudadano (que es el fideicomitente), meros servidores suyos. (“Ministro”, minister —¡quien lo diría ahora!—, quiere etimológicamente decir “servidor”, y evoca la tradición republicana romana de los esclavos públicos o del común, de los servi communis: de aquí la rumbosa metáfora republicano-revolucionaria moderna del Monarca absolutista como “esclavo declarado en rebeldía”). El territorio “nacional” y sus riquezas pasan –idealmente— en la República revolucionaria a ser propiedad pública y común del común de ciudadanos recíprocamente libres (es decir, libres, iguales y fraternos), y la propiedad privada –la apropiación privada de recursos y activos— deja de ser un fideicomiso otorgado por un particular –el Rey— a otro particular (que no debe entonces rendir cuentas más que a la Corona), para pasar a ser una concesión fideicomisaria pública (condicionalmente) concedida, a través de sus propios agentes políticos fideicomisarios, por el pueblo, por el común, por el conjunto de la ciudadanía, única propietaria última ahora de todas las riquezas de la “nación”, y por lo mismo, capacitada, como fideicomitente, para exigir a los propietarios privados, como fideicomisos, las oportunas rendiciones de cuentas respecto de la utilidad pública del uso que dan a sus recursos y activos privadamente apropiados. (La teoría de las “nacionalizaciones” tiene aquí su último anclaje iusconstitucional normativo republicano: un recurso o un activo es “nacionalizable” cuando motivos técnicos o político-democráticos –monopolios naturales, propiedad absentista o ineficiente, alta traición y colaboración con el enemigo in casus belli, etc.— aconsejan privar del fideicomiso de que gozaba sobre él hasta ahora a un determinado propietario privado, retornando la posesión, con o sin indemnización, al ámbito público. El núcleo del ideario socialista moderno viene de ahí.)
La “nación” republicano-revolucionaria francesa se constituyó ofreciendo la libertad republicana a los distintos pueblos y territorios sometidos a la monarquía absoluta borbónica. El Reino de la Baja Navarra, por ejemplo, rechazó participar en los Estados Generales de 1789, pero aceptó integrarse de grado en el proceso revolucionario después de 1790, cuando pudo adivinar una constitución libre, “nacional”, francesa, “superior” a la suya tradicional. Y como es bien conocido, los alemanes Marx y Engels denunciaron, después de la guerra franco-prusiana de 1871, el error geopolítico bismarckiano de la anexión de Alsacia y explicaron el “secreto” de que los alsacianos, alemanes de “nación” (en el sentido prepolítico y prerrevolucionario del término), quisieran ser “nacionales”, ciudadanos, de Francia: la República los había hecho políticamente libres.
Ello es que en la Europa revolucionaria de 1848 se había vuelto a plantear el problema republicano de las naciones y nacionalidades, pero en un contexto muy distinto. Porque ahora, a diferencia de 1790-94, no se trataba de que una República revolucionaria ofreciera a pueblos y territorios otrora sometidos al despotismo monárquico derrocado la posibilidad de una libre asociación nacional republicana. Se trataba de que pueblos enteros y diversos, que vivían bajo intactas monarquías imperiales autocráticas (la Rusia de los Romanov, la Prusia de los Hohenzollern, la Austro-Hungría habsbúrguica, la Gran Suecia de los Bernadotte, el Imperio Otomano de los Sultanes, los Estados Pontificios, el Reino borbónico de las Dos Sicilias) o meramente constitucionales (la España borbónica residualmente imperial) o ya parlamentarias pero sin sufragio universal (la Gran Bretaña hanoveriana) querían sacudirse esos yugos y afirmarse como pueblos políticamente libres. Las revoluciones republicano-democráticas europeas tenían que plantear inevitablemente el problema de la libertad política de esos pueblos sometidos. Por eso las reivindicaciones republicanas “nacionales” de Polonia (“repartida” entonces entre el Imperio Prusiano, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Ruso), o de la Grecia oprimida por los otomanos, o de la Irlanda colonialmente oprimida por el imperialismo británico, o de los pueblos itálicos disgregados y oprimidos por los Habsburgos, por el Papa y por los Borbones, estuvieron en el corazón de todos los revolucionarios cuarentaiochistas, Marx y Engels incluidos.
La idea republicano-democrática cuarentaiochista de liberación “nacional” tuvo, desde luego, su dimensión cultural “romántica”: para liberar a Polonia, o a Grecia, o a Irlanda, o a Chequia había que apelar al pasado histórico, a la “tradición”, a los “viejos derechos”. Pero ¿no apeló al pasado también la Baja Navarra, para negarse, primero –era “inferior”— y para aceptar después –cuando la consideró “superior”— la constitución republicana francesa y formar “nación” con ella? ¿Y no apelaron los republicanos revolucionarios ingleses del XVII a la “vieja libertad inglesa” para quitarse de encima a Carlos I? Los nacionalismos “etnicistas” romántico-reaccionarios tardíos no tienen nada que ver con el florecimiento republicano, de todo punto político, de las ideas y de los programas de liberación nacional de 1848. Para empezar, fueron un fenómeno posterior, de finales del XIX. La propia palabra “nacionalismo” es un neologismo francés de esa época: no existía en 1848.
Importa percatarse del arraigo del moderno republicanismo democrático gallego –afirmador político de la “nación” gallega— en este contexto europeo de 1848. Beiras es extremadamente consciente de eso: se siente y se afirma hijo de esa tradición política. También por eso, por “cuarentaiochismo”, se ha empeñado siempre en buscar las raíces últimas de la “vieja libertad” gallega en la revuelta irmandinha de 1467-69, la más importante insurrección campesina europea del siglo XV (el equivalente de la gran revuelta campesina inglesa de 1381, ese hito clave en la afirmación republicana de la “vieja libertad” inglesa tan bien estudiado por nuestro comúnmente admirado Rodney Hilton).
Es interesante observar que la autocalificación como “nacionalista” de esa tradición democrático-republicana gallega se dio por vez primera, si yo no ando muy equivocado, en la Asamblea de las Irmandades celebrada en Lugo en 1918. Pues bien; otra fecha europea clave: la del desplome de todas las viejas monarquías imperiales autocráticas o semiautocráticas, la de la crisis abierta en las monarquías meramente constitucionales (como la española y la italiana) y la del drástico giro democratizador en la única monarquía plenamente parlamentaria hasta entonces (los laboristas conquistan el poder gracias al sufragio universal masculino concedido en 1918 –el femenino llegará en 1927—).[1] El presidente norteamericano Wilson y Lenin impusieron entonces a la vieja Europa, y particularmente a los territorios de los imperios desplomados en el curso de la Guerra, el reconocimiento del derecho de autodeterminación de las nacionalidades oprimidas. Se comprende que, en este nuevo contexto, “nacionalismo” –aquel feo neologismo inventado por la Francia católica, antisemita, reaccionaria y antirrepublicana del fin de siècle— empezara a adquirir también un uso y un significado nuevo, asociado ahora, por lo pronto, a la liberación de los pueblos europeos oprimidos por las viejas monarquías imperiales, y enseguida, a la liberación de los pueblos de todo el mundo colonialmente oprimidos por esas mismas monarquías. La vinculación políticamente consciente de esas dos luchas cristalizó, pues, en la primera posguerra: los socialismos “nacionalistas” del catalán Nin, del gallego Castelao o del irlandés O’Connor nacen de esa coyuntura histórica. Claro que ya antes de 1914 el gran socialista republicano Jean Jaurès, el enemigo implacable de la degeneración patriotera de la socialdemocracia que pagó con la vida su oposición a la Gran Guerra, había dejado sentada esta seña de identidad del genuino internacionalismo obrero para distinguirlo de lo que entonces se llamaba “cosmopolitismo burgués”: “un poco de internacionalismo aleja a los hombres de su patria, mucho internacionalismo los devuelve a ella”.
El ascenso de los fascismos y la lucha a muerte contra el nacionalsocialismo que culminó en la II Guerra Mundial volvió a cubrir con los tintes más negros la palabra “nacionalismo”. El gran ensayo de George Orwell sobre los nacionalismos, escrito exactamente en 1945, puede dar una idea de eso:
“Un nacionalista es alguien que piensa sola o principalmente en términos de prestigio competitivo. Puede ser un nacionalista positivo o negativo: puede, esto es, usar su energía mental para ensalzar o para denigrar; pero sus pensamientos giran siempre en torno a victorias, derrotas, triunfos y humillaciones. Ve la historia, particularmente la historia contemporánea, como el incesante auge y declive de grandes unidades de poder, y cualquier cosa que suceda le parecerá la demostración de que su propio bando va para arriba y algún detestado rival, para abajo. Pero es importante, finalmente, no confundir el nacionalismo con el principio que recomienda arrimarse al bando más fuerte. Al contrario: habiendo elegido su propio bando, el nacionalista se dará a entender a sí propio que el suyo es el más fuerte, y será capaz de aferrarse a esa creencia contra viento y marea, aun cuando los hechos sean abrumadoramente contrarios.”[2]
Ello es que la derrota político-militar del nazi-fascismo y la segunda posguerra trajeron consigo el que, junto con la Revolución Rusa, ha sido sin disputa el fenómeno más determinante del siglo XX: los procesos de descolonización. Y eso dio un nuevo e inopinado giro al prestigio de la palabra “nacionalismo”. Uno de los socialistas más firmemente comprometidos con las luchas de liberación nacional de los pueblos colonialmente explotados y oprimidos en la segunda posguerra, Olof Palme, expresó así el sentimiento de las izquierdas más sincera y consecuentemente antiimperialistas del último tercio del siglo XX:
“El nacionalismo es más que el entusiasmo por una u otra nación, porque echa sus raíces en el viejo concepto de la igualdad de todos los hombres, con independencia del color de la piel, de la raza o de la casta”. [3]
La socialdemocracia internacional y el capitalismo político-socialmente reformado de la segunda posguerra
Lo que nos mete ahora en un segundo grupo de deudas consciente y orgullosamente asumidas por nuestro vanguardista con la tradición. Porque Beiras comenzó a hacer política en el espacio de la socialdemocracia internacional de los años 60. Y es preciso entender bien hoy la dinámica situación crítica por la que atravesaba ese espacio político en aquella década alegre, optimista, revoltosa y, finalmente, trágica en la que tantas cosas volvieron a ponerse sobre la mesa. Y que lo entiendan sobre todo esos jóvenes que importan superlativamente a quien, como Beiras, ve con mirada larga en la lucha política una carrera de relevos generacionales y se ve a sí mismo como transmisor de un precioso legado recibido de sus mayores.
La socialdemocracia de posguerra había contribuido decisivamente a la reconstrucción de un capitalismo socialmente reformado en los años 50. Colaboró decisivamente –sobre todo en Europa— en la tarea de poner fin al catastrogénico capitalismo mundializado y administrativamente desregulado de la Belle Époque (Europa) y la Guilded Age (Norteamérica) que había llevado al mundo por dos veces al abismo entre 1871 y 1940. Bases capitales de ese programa de reconstrucción política de posguerra fueron:
1) La consciente desmundialización de la economía: los acuerdos de Bretton Woods en 1944 instituían, entre otras cosas, la legitimidad internacional del control nacional de los movimientos de capitales por parte de los Estados soberanos, lo que significaba una (parcial) limitación de los mercados internacionales de capitales. Los vigorosos procesos de descolonización del “tercer mundo” y el ensanchamiento del espacio del “segundo mundo” (el del “socialismo real”) significaron una ulterior y colosal retracción del espacio propiamente capitalista en la economía mundial. Ese espacio se reorganizó entonces, a partir de 1945, mediante un mecanismo global de reciclaje de los excedentes de la gran potencia superavitaria triunfadora en la II Guerra Mundial Guerra, mecanismo que permitió (entre 1945 y 1971) la reconstrucción y desarrollo de un nuevo capitalismo socialmente reformado en Europa occidental y en el Este asiático que pivotaba políticamente sobre dos países militarmente derrotados (y ocupados): la República Federal alemana y Japón.[4]
2) La (parcial) “eutanasia” keynesiana del rentismo en las finanzas y los bienes raíces mediante esquemas de política fiscal particularmente agresivos contra los ingresos “no ganados” (con tipos impositivos marginales incluso superiores al 90%), lo que significaba la (parcial) desmercantilización del llamado “mercado monetario” y del llamado “mercado inmobiliario”.
3) El reconocimiento público del papel central de los sindicatos obreros en la vida económica y la institución política de la negociación colectiva de los salarios, lo que significaba la (parcial) desmercantilización del llamado “mercado de trabajo” con la institución de conjuntos más o menos amplios de derechos laborales democráticos en el puesto de trabajo, en el ámbito de la producción (recuérdese la vieja consigna de la Organización Internacional del Trabajo, la OIT: “el trabajo no es una mercancía”). (La desmercantilización parcial de los supuestos “mercados” laboral y monetario generó en el capitalismo reformado de posguerra una escasez relativa de las “mercancías” dinero y fuerza de trabajo, con los sindicatos jugando el papel de suministradores y administradores en régimen de práctico monopolio: esencial en la obra de reforma del capitalismo de posguerra fue la comprensión profunda de que la escasez relativa de esas dos pseudomercancías –fuerza de trabajo y dinero— era condición necesaria, aunque no suficiente, para una estabilización de la vida económica capitalista.)
4) El reconocimiento de derechos sociales públicamente atendidos y más o menos amplios a la educación, a la salud, a la jubilación, a la vivienda o a las vacaciones pagadas, lo que significaba, no ya sólo, como se dice a veces, “salario indirecto” (por el consiguiente abaratamiento inducido en el coste general de la vida) , sino una desmercantilización parcial del ámbito de la reproducción social del trabajo.
5) La intervención administrativa a gran escala en la vida económica con un amplio repertorio de políticas económicas nacionales contracíclicas tendentes a la estabilización del ciclo económico capitalista mediante el estímulo de la demanda efectiva agregada: políticas fiscales y monetarias, políticas de inversión pública, diseño institucional de estabilizadores automáticos del ciclo (cobertura pública de desempleo, crecimiento del empleo público), nacionalización de monopolios naturales y de sectores estratégicos de la economía, etc.
Los anhelos reformistas del capitalismo de posguerra, así pues, no sólo distinguieron claramente entre distintos “mercados” –buscando la expresa limitación política de los más peligrosos y destructivos, los pseudomercados de intercambio de mercancías ficticias: fuerza de trabajo, dinero, bienes raíces y patrimonio natural—, sino que estuvieron claramente animados por el escepticismo respecto de las pretendidas propiedades autocorrectoras atribuidas en general al mecanismo mefistofélico del “mercado”, que constantemente procuraría el mal y constantemente lograría el bien. Keynes lo habría celebérrimamente expresado así: “El capitalismo es la estupefaciente creencia de que los hombres más perversos harán las cosas más perversas a mayor bien de todos.”
La socialdemocracia obrera sueca había venido expresando ideas reformistas radicales así desde los años 30, cuando había llegado al poder, logrando con sus políticas económicas y sociales que Suecia se sustrajera a la pesadilla depresiva que a partir de 1929 azotó a las economías capitalistas de todo el mundo. El primer ministro Per Albin Hanson condensó su ideario político en una famosísima metáfora fraternal de la sociedad como “hogar del pueblo (folkhemmet) y de la conciudadana (medborgarhemmety)”:
“El fundamento del hogar es la comunidad y el acuerdo. En los buenos hogares no hay privilegiados ni perjudicados, ni hijos mimados ni hijastros. Nadie mira a otro por encima del hombro, ni busca nadie ventajas a costa de otro, ni oprime ni saquea el fuerte al débil. En los buenos hogares imperan la igualdad, el cuidado, la colaboración y la disposición a ayudar. Aplicado eso al hogar popular y conciudadano, significaría el derribo de los muros sociales y económicos que ahora dividen a los ciudadanos en privilegiados y perjudicados, dominantes y dependientes, ricos y pobres, favorecidos y empobrecidos, explotadores y explotados.” [5]
Es interesante percatarse de que esa metáfora de la vida social como “hogar del pueblo y de la conciudadana” tenía necesariamente su contraparte política en la negación expresa de la vulgar metáfora liberal de que el Estado se comporta políticamente como un “padre de familia”: así como un buen padre de familia no puede gastar más de lo que ingresa, así también un Estado debería tener unas “finanzas sanas” y perseguir por encima de todo el “equilibrio presupuestario”.
Fundamental en la reforma del capitalismo de posguerra fue precisamente la liquidación del dogma que anda por detrás de esa vulgar metáfora liberal: un Estado soberano moderno no se parece en nada a un “buen padre de familia”. Por lo pronto, a diferencia de un buen padre de familia, sus gastos y sus ingresos no son independientes (sus gastos pueden llevarle a tener más –o menos— ingresos). Además, a diferencia de un buen padre de familia, un Estado dispone del poder para obligar a buena parte de sus acreedores a aceptar como pago de sus deudas dinero que él mismo puede emitir libre y soberanamente. Y en cuanto a los acreedores internacionales (con los que se haya endeudado en moneda extranjera), un Estado moderno que mantiene intacta su capacidad recaudatoria interna es un deudor infinitamente más fiable, en punto a solvencia, que cualquier deudor privado, razón por la cual encontrará ceteris paribus muchas más facilidades para el crédito nuevo y la renegociación de la deuda en los mercados internacionales de capitales. En suma: la vieja idea liberal de las “finanzas sanas” fue substituida por lo que el gran economista norteamericano Abba Lerner llamó en los años 40 “finanzas funcionales”: el objetivo fundamental deben ser las políticas de pleno empleo, y todas las finanzas públicas deben ser “funcionales” a ese objetivo. Pero ya antes del triunfo académico del keynesianismo y bastante antes de que Lerner desarrollara la teoría de las “finanzas funcionales” en una serie de contribuciones seminales a la macroeconomía del siglo XX,[6] Ernst Johannes Wigforss, el legendario ministro socialdemócrata de finanzas sueco entre 1932 y 1949, había puesto por obra esas ideas con un éxito tan extraordinario, que mantuvo al partido obrero socialdemócrata sueco ininterrumpidamente en labores de gobierno durante más de cuatro décadas con holgadísimas mayorías parlamentarias.[7]
Nada es tan expresivo de la bancarrota intelectual, moral y política de la socialdemocracia europea de nuestros días como el uso exactamente inverso que hacen ahora, sin siquiera advertirlo, de las metáforas cognitivas relacionadas con la “familia” y el “hogar”. En vez de comprender normativamente la vida social como un “hogar del pueblo y de la conciudadana”, à la Per Albin Hansson, la ven, quieras que no, como un espacio compulsivamente necesitado de competición descarnada e implacable juego de las fuerzas del “mercado” (dicho literamente así, con necio singular abstracto: como si todos los “mercados” fueran lo mismo). Y en vez, en cambio, de apreciar las diferencias cruciales, en punto a restricciones financieras, entre un Estado soberano y un hogar privado, se entregan inertes a la vieja, vulgar y falsaria metáfora véteroliberal del Estado soberano como un “padre de familia” financieramente restringido siempre por sus ingresos y, por lo mismo, perpetuamente obligado al equilibrio presupuestario, a menudo forzado a la consolidación fiscal y eternamente condenado por principio a políticas de “austeridad” y yugulación del gasto público.
El vuelo de Ícaro del capitalismo reformado y la encrucijada de los años 60
Cuando el joven Beiras entró, en los 60, en el mundo de la política socialdemócrata internacional, ésta se hallaba en plena transformación. En sus memorias, el veterano excanciller socialdemócrata austríaco Bruno Kreisky –un político formado en Suecia, a donde se exilió tras el golpe de Estado socialcatólico de Dolfuss (1934) y la posterior anexión hitleriana del país alpino en 1938—, habló de dos tipos de reformismo:
“Unos quieren someter a la sociedad a un proceso de cambios sucesivos –lo que corresponde al principio dialéctico del socialismo democrático—, y otros son de la opinión de que sólo se necesitan más retoques para perfeccionar la sociedad. La primera visión lleva a una reforma permanente de la sociedad; la otra, en realidad, a una falta de principios que sólo trae consigo la inestabilidad social. La exigencia de liberarse de principios sociales se puso sobre el tapete casi desde el comienzo. Desde la llamada ‘disputa del revisionismo’ hasta la discusión sobre las reformas conformes al sistema o inmanentes al sistema, esta cuestión ha ocupado recurrentemente a la socialdemocracia.”[8]
Puede parecer sorprendente que en plenos años 80 un político bañado en casi todas las aguas del reformismo de posguerra se acordara del viejo debate (1898) entre el “reformista” Eduard Bernstein y la “revolucionaria” Rosa Luxemburgo, y aparentemente, ¡para dar la razón a Luxemburgo! Se notaba, claro, la presión sesentaiochista de los movimientos estudiantiles y de una nueva generación de trabajadores que no admitía ya aquel pacto fundacional de las reformas de posguerra que rezaba sobre poco más o menos así:
“Nosotros reconocemos vuestras organizaciones –los sindicatos— y admitimos derechos de negociación colectiva en un marco que permita acompasar los aumentos de productividad con aumentos de salario real, y a cambio, olvidaos de vuestros sueños de antes de la guerra, de la democracia industrial y del control obrero de los procesos de producción; la empresa del capitalismo reformado no será ya más, ciertamente, como en el capitalismo de anteguerra, una monarquía autocrática despóticamente regida por los propietarios y sus agentes fideicomisarios, pero tampoco será una república democrática, como quería el movimiento obrero socialista tradicional; será una mera monarquía constitucional, con un monarca-patrono embridado por leyes sociales, a poder ser constitucionalmente blindadas.”
El núcleo serio del nuevo anticapitalismo sesantaiochesco pasó en todo el mundo –desde el movimiento de derechos civiles norteamericano y la huelga general obrera en el mayo del 68 francés, hasta el otoño obrero caliente italiano y el “cordobazo” sindical argentino de 1969— por la disputa de ese pacto de posguerra.
Y la socialdemocracia sueca (y en menor medida, la austriaca y la alemana) pareció tomar nota. En su declaración programática de 1969, Palme decía: “Vemos ahora cómo se plantea cada vez más la exigencia de la codeterminación democrática. En las empresas, en las escuelas, en la administración del hogar, en la vida económica en general”. La socialdemocracia sueca tenía que dar respuesta a esto, también en su dimensión internacional: “análogamente, los socialdemócratas deben apoyar a los países y los movimientos del tercer mundo que luchan por su autonomía e independencia nacional”.[9] Palme llegó tan lejos, que planteó (en 1974) una reforma constitucional tendente a poner fin a la monarquía sueca y preparar el camino a la República.[10]
Pero había más que la presión sesentaiochista. Una parte de la socialdemocracia europea –particularmente la sueca y la austríaca, ya veremos por qué— se dio más o menos cabalmente cuenta a finales de los 60 del agotamiento del ciclo político reformista de posguerra.
Por un lado, la manipulación con políticas públicas de la demanda efectiva agregada para mitigar contracíclicamente los altibajos del ciclo económico capitalista –el núcleo del “keynesianismo” bastardo o tecnocrático, a medias, de posguerra— tenía una importante limitación. En los momentos bajos o recesivos del ciclo se estimulaba públicamente la demanda efectiva agregada para ponerla a la altura de los excesos de capacidad productiva. Pero esos estímulos públicos, que se revelaron muy eficaces para salir de las recesiones y responder adecuadamente a la oferta excesiva, añadían necesariamente capacidad productiva extra a la vida económica. Eso quería decir que, en el siguiente ciclo, el hiato de demanda efectiva agregada experimentado en la fase recesiva (en relación con la sobrecapacidad productiva) sería mayor, de modo que los estímulos públicos, para ser nuevamente eficaces, deberían ser mayores también.[11] Y así sucesivamente. En una economía capitalista gestionada políticamente de esta manera, la escala de la intervención administrativa pública en la vida económica, y aun del sector público, necesariamente tendería a crecer. Muchos intelectuales –particularmente, liberales de izquierda norteamericanos como Daniel Bell (el del “final de las ideologías”) o reformistas del socialismo real como el checo Ota Šik (el competente ministro de economía de la Primavera de Praga)— vieron en esto una esperanza político-tecnocrática: las exigencias de la economía “postindustrial” moderna llevaban inexorablemente a una “convergencia de sistemas”; el “neocapitalismo” occidental caminaba hacia una especie de “socialismo” con predominio de la economía pública, y el socialismo real caminaría hacia una gestión más humana, más abierta, y acaso más “democrática”, de la vida económica.[12]
De esa visión seráfica de la evolución “convergente” del “primer” y del “segundo” mundos, que, más o menos remotamente fundada en un descubrimiento macroeconómico importante –las limitaciones de la gestión política de la demanda efectiva reveladas por los modelos de Domar—, llegó a convertirse en una especie de “narrrativa” académica dominante en los 60, no ha quedado nada, como resulta ahora suficientemente obvio. Mucho más perspicaz había sido el gran economista polaco Michal Kalecki (1899-1970), amigo de Keynes y de sus discípulos filomarxistas (Joan Robinson, Piero Sraffa) y discípulo tardío él mismo de Rosa Luxemburgo, cuando pronosticó –en fecha tan temprana como 1943— tanto las posibles líneas básicas de la reforma capitalista de posguerra como las limitaciones políticas (no técnico-económicas) de la misma. Kalecki vino a decir que, además del ciclo económico capitalista, hay un “ciclo político”. Una reforma parcial del capitalismo (como la experimentada en los 25 años gloriosos) no podía ser duradera. El capitalismo podía ser técnico-económicamente compatible con el pleno empleo, pero no lo era políticamente, al menos de forma duradera. El paro obrero era su mecanismo fundamental de disciplina y amedrentamiento de la población trabajadora: una población trabajadora acostumbrada durante demasiado tiempo a vivir sin esa espada de Damocles ganaría autoconfianza y no se conformaría con eso; pediría la democracia económica. Y los propietarios en régimen de monopolio de los medios de existencia y producción –los capitalistas propiamente dichos, y no sólo los rentistas financieros e inmobiliarios— reaccionarían a esta demasía exigiendo la vuelta a los buenos viejos tiempos del capitalismo prerreformado de la Belle Époque:[13] la alianza antirrentista entre el trabajo y el capital industrial productivo, por la que habían abogado explícitamente antes de la guerra gentes tan distintas como Keynes y Gramsci[14] y que en cierto modo constituyó la base social de la reforma del capitalismo de posguerra, no podía ser duradera. Kalecki murió en 1970, a tiempo para ver una parte de su pronóstico confirmado: unas poblaciones trabajadoras que habían perdido el miedo al desempleo querían más y pasaban por doquiera a la ofensiva. Lo que no alcanzó a ver fue el cumplimiento de la segunda parte: la reacción de las elites capitalistas, el regreso vengativo de los rentistas, el esfuerzo político organizado por restaurar el capitalismo “de siempre” y poner fin a lo que no podían ya dejar de percibir sino como un peligrosísimo vuelo de Ícaro del capitalismo político-socialmente reformado.
La Transición política española en la transición internacional a un capitalismo contrarreformado
Las últimas dictaduras fascistas europeas, Portugal y España, se derrumbaron entre 1974 y 1977. Nunca se insistirá lo bastante en que las “transiciones” a regímenes de libertades públicas se hicieron en estos dos desgraciados países en un momento internacional, asimismo, de transición, de radical cambio de época: política y económicamente hablando. De aquí, desde luego en el caso español, su llamativo carácter “bifronte”. Miraba por un lado al pasado y se aproaba a la cultura política del antifascismo europeo-occidental de posguerra, bien que al más moderado: la constitución de 1978, con su blindaje de los derechos sociales y de la fiscalidad progresiva, así como con su definición del Estado como “democrático y social de derecho”, fue en buena medida un calco de la Ley Fundamental alemana de 1949 (que no es propiamente una “Constitución”: como potencia vencida que era, la República Federal alemana nunca pudo someter su “Ley Fundamental” a plebiscito popular). Por otro lado, en cambio, avanzaba, mirándolo casi desde el comienzo de reojo si así puede decirse, hacia el incierto futuro postantifascista en gestación. Una pieza clave para entender ese estrabismo bifronte de la Transición política española fue el proceso de articulación del espacio político socialista. Importa recordarlo, también porque ese fue el escenario de la peor batalla política perdida por Beiras.
Cuatro fuerzas acabaron compitiendo, en el inmediato postfranquismo, por la configuración del espacio socialdemócrata: el PSOE histórico de Rodolfo Llopis, que era ya poco más que unas siglas tenidas en propiedad por viejos socialistas exiliados en Toulouse e intelectualmente intoxicados por viejos hábitos anticomunistas cerrilmente atenidos al éthos de la Guerra Fría; el nuevo PSOE de Felipe González que, salido del congreso de Suresnes (1974) y apoyado por Mitterrand y la socialdemocracia alemana, tenía alguna –mínima— presencia interior en la lucha antifranquista; el Partido Socialista Popular, un grupo de intelectuales en torno a la figura del “viejo profesor”, don Enrique Tierno Galván, y con presencia sobre todo en Madrid; y una interesante Federación de Partidos Socialistas con buena presencia en el interior creada en 1976 (hija de la Coordinadora Socialista Federal Ibérica, fundada en 1964).
El Partido Socialista Galego de Beiras estaba incluido en la Federación de Partidos Socialistas, junto con la Convergència Socialista de Catalunya (de la que saldría el PSC), el Partit Socialista del Pais Valencià (en el que estaba su amigo Joan Garcés, el antiguo asesor de Salvador Allende y autor del mejor estudio crítico-analítico sobre el contexto internacional de la Transición política española y la decisiva intervención sesgada de potencias extranjeras –sobre todo la norteamericana— en ella),[15] el Partit Socialista de les Illes, la Coordinadora Socialista dels Països Catalans, Eusko Sozialistak, el Partido Socialista de Andalucía, el Partido Autonomista Socialista de Canarias, el Partido Socialista de Aragón o la Convergencia Socialista de Madrid.
La orientación programática general de la Federación de Partidos Socialistas era, en lo tocante a la articulación de España, republicano-federal; en lo tocante a concepción económico-social, socialista radicalmente autogestionaria; y en lo tocante a la política internacional, decididamente partidaria de la neutralidad activa y de la alianza con el movimiento de países no alineados y con las luchas de liberación anticolonial y antiimperialista. A las elecciones de junio de 1977, el PSOE renovado en Suresnes se presentó también con un programa verbosamente radical de izquierda socialista, bastante parecido al de la Federación: neutralidad militar (“OTAN, no; bases, fuera”), autogestión democrática en el mundo del trabajo, reforma agraria, nacionalización de la banca y de los grandes sectores industriales estratégicos, republicanismo simbólico y reconocimiento del derecho de autodeterminación al menos de Cataluña, Euskadi y Galicia (las “nacionalidades históricas”). Como es harto sabido, se reprodujo entonces en la España de la incipiente transición una intervención norteamericana[16] de designio muy parecido al que había tenido lugar en todos los países europeo-occidentales en la inmediata posguerra, con empleo de recursos masivos –financieros, de inteligencia, etc.— para reconfigurar el espacio político socialista y destruir su ala izquierda,[17]que no aceptaba ni la renuncia a la democracia económica –núcleo del pacto social fundacional del capitalismo socialmente reformado de posguerra—, ni la peligrosísima locura de Guerra Fría y su división neoimperialista del mundo en bloques militares y “esferas de influencia”.[18] El resultado de esos afanes en la España de la Transición fue el predominio del PSOE de Suresnes en el espacio socialista y la progresiva integración en él del PSP del “viejo profesor” y de buena parte de los partidos socialistas de la Federación Socialista. En 1982, el PSOE de Felipe González se presentaba a las elecciones –y las ganaba por mayoría absoluta— con un programa que ya nada tenía que ver con el de 1977: aparte de la dramática liquidación del marxismo –impuesta por el propio González contra la mayoría de su partido en el XXVIII Congreso de 1979—, aparte del abandono de la centenaria tradición republicana socialista para convertirse en pilar fundamental de la Segunda Restauración borbónica, el programa económico se resumía ahora en la vaga e inconcreta consigna publicitaria de “hacer que España funcione”. El programa en política internacional, por otra parte, quedaba reducido a vagarosas promesas pacifistas –el país había entrado entretanto en la OTAN por decisión del gobierno de Calvo Sotelo, mostrando que el del 23-F de 1981 había sido el golpe de Estado fracasado más exitoso de la historia— y la arteramente calculada ambigüedad de la consigna “OTAN, de entrada no”. Las cosas fueron a velocidad de vértigo. Tres años más (1985), y el PSOE sería ya un partido programáticamente de “futuro”, es decir, inmerso en un socialliberalismo contrarreformista que nada tenía que ver siquiera con el más moderado de los reformismos socialdemócratas de posguerra. Un partido, además, que se aproaba aventureramente hacia las turbias aguas del atlantismo en medio de la nueva y peligrosísima fase por la que atravesaba la Guerra Fría en los 80: del “OTAN, de entrada no” de 1982, se pasó a organizar en 1986 un referéndum –el gobierno de Felipe González no consiguió eludir esa promesa: haberla cumplido es el único “error” que el ergotizante González admite en toda su carrera política— que ganó por los pelos el gobierno socialista tras someter manipulatoriamente a la población española a un chantaje inaceptable que, como en su momento advirtió lúcidamente el ultimo Manuel Sacristán en una de sus raras intervenciones periodísticas, iba a traer consecuencias desastrosas también para la calidad de la incipiente articulación democrática del país.[19]
La economía política de la Transición española terminó por representar –¡en un país que nunca había llegado a conocer un “Estado de Bienestar” como el instituido por el capitalismo reformado europeo-occidental de posguerra!— un caso paradigmático, y aun extremo, del capitalismo contrarreformado de nuestro tiempo.
El truco básico de la contrarreforma político-económica del capitalismo en Europa occidental y en los EEUU pasó, en substancia, por seguir manipulando políticamente –contra todos los ideologemas de la propaganda “neoliberal” y de la “economía de la oferta”— la demanda efectiva agregada. Pero de un modo innovador e inopinado: no ya –como en el “keynesianismo” bastardo de los 25 años gloriosos— manteniendo más o menos acoplados el salario real y la productividad del trabajo, sino desacoplándolos, congelando prácticamente los salarios reales de las poblaciones trabajadores y estimulando alternativamente la demanda efectiva agregada con políticas de inflación de activos (inmobiliarios y financieros) y crédito barato. El crecimiento del consumo de la población trabajadora no venía ya más de sucesivos incrementos de su salario real, sino de su progresivo endeudamiento.[20]Cuando la aparente prosperidad inducida por este pimpante y burbujeante capitalismo contrarreformado de los 80 y los 90 pinchó de manera tan abrupta como espectacular en 2008, el paisaje de fondo que ahora, tras años de obnubilación, ilusión, autoengaño y necia propaganda académica mercenaria (la “globalización”, la “economía del conocimiento”, la “sociedad de la información”, la “época de la Gran Moderación”, el “Fin de la Historia”, la “posmodernidad”, etc.), dejaban adivinar sus escombros no era nada edificante: unas poblaciones trabajadoras masivamente endeudadas, un sistema financiero internacional desplomado y quebrado –el ineluctable final de todos los esquemas financieros piramidales à la Ponzi—, así como unos índices de desigualdad económico-social desconocidos desde los años 20.[21]Y unas elites políticas tan o más desnortadas que los peritos en legitimación académica y mediática que les habían venido bailando el agua en las últimas décadas. Eso en la vieja Europa y en la América del Norte.
El mundo en general se revelaba ahora, tras casi 20 años del fin oficial de la Guerra Fría por desplome del enemigo, no más, sino menos seguro. El cambio climático –con sus terroríficas amenazas para la Humanidad, bien conocidas desde los 70— había seguido avanzado radical y acaso irreversiblemente tras dos décadas de demencial propaganda negacionista triunfante. Y ahora se echaba de ver claramente que la otra cara de la “globalización” –y del consiguiente socavamiento de las soberanías nacionales— era la balcanización del mundo: la aparición de fuerzas sociales centrífugas (democráticas, o no) en Estados tocados hasta hace poco por un aura de eternidad. Pero también –y de esto, harto más peligroso, se habla mucho menos— el triunfo en muchas partes (hace unas pocas semanas, en la India) de nacionalismos imperiales geopolíticamente agresivos al frente de gobiernos empeñados en políticas económicas “neoliberales” no menos fundamentalistas de privatización, saqueo del patrimonio natural, destrucción del sector público, ulterior despojo de los bienes comunes y resuelta devaluación salarial.
También en eso es paradigmática la situación en el Reino de España. La aceptación de la Segunda Restauración borbónica en 1978 trajo consigo el abandono del tradicional programa de todas las izquierdas antifranquistas, que pasaba por reconocer el pleno derecho de autodeterminación a las “nacionalidades” históricas. Como el ponente constitucional del PCE (luego pasado al PSOE) Jordi Solé Tura no dejó de advertir con cierta perspicacia, aceptar la restauración de la Monarquía sin referéndum popular significaba en un sentido muy preciso instituir –con ayuda e interferencia extranjera— un régimen político que, por lo mismo que se fundaba en la negación misma del derecho de autodeterminación de todos los pueblos de España, no podía reconocer el derecho de autodeterminación de ninguno de ellos en particular. No era por el “huevo”, es decir, por el miedo a una victoria independentista en Cataluña, Euskadi o Galicia –los independentistas eran entonces claramente una minoría—, sino por el “fuero”, es decir, por los principios mismos en que se basaba el nuevo régimen: el mero ejercicio del derecho de autodeterminación de una sola “nacionalidad histórica” replantearía inmediatamente el problema del derecho de autodeterminación de todos los pueblos de España y pondría eo ipso a la Monarquía en cuestión.
La extrema derecha “neoliberal” españolista acusa ahora a los nacionalismos democráticos periféricos de querer “balcanizar España”. Pero lo que de verdad ha disparado vigorosas dinámicas democráticas centrífugas en el Reino de España, singularmente en Cataluña, es la evidencia post-2008 del aparatoso fracaso de la economía política de la Segunda Restauración. Es la evidencia post-2008 –con maravilloso sarcasmo denunciada por Beiras en uno de sus mejores discursos parlamentarios recientes— del hiato abierto entre las promesas reformistas de un Estado Democrático y Social de Derecho contenidas en la Constitución del 78 y las realidades del corrupto y desfachatado capitalismo oligopólico contrarreformado de amiguetes políticamente promiscuos. Es la evidencia post-2008 del fracaso “nacional” de los dos grandes partidos dinásticos (PSOE y PP) con su cínico allanamiento –escenificado con involuntaria comicidad en el dramático verano de 2011 con su acuerdo parlamentario en solitario para proceder a la (contra)reforma expressde la Constitución del 78 exigida por la Troika— a suicidas políticas económicas procíclicas impuestas por poderes foráneos no elegidos por nadie. Es la esperpéntica evidencia post-2008 de que los valedores de este “corral nublado” son los representantes actuales de lo que Manuel Azaña llamó en su día la “España sin honra”: ¡españolazos reos de un delito de lesa patria! Y es la evidencia post-2008, en fin, de que la forma monárquica de Estado sigue siendo incompatible con la unidad política de los pueblos de España y con la defensa de sus derechos más básicos y de sus intereses más críticos en un mundo cada vez más incierto y peligroso. La pretendida “balcanización de España”, en suma, no es sino la otra cara de la apuesta deconstituyente por la “globalización” neoliberal del españolísimo cártel criminógeno formado por las grandes empresas del Ibex y los núcleos dirigentes del arco político dinástico (que incluye a CiU y PNV).
El maestro Beiras y el legado a las nuevas generaciones
Beiras se ha reinventado audazmente en los últimos años. Sus éxitos políticos recientes han mostrado claramente que, más que la juventud, es la audacia lo que está dispuesta a apoyar ahora mismo con entusiasmo electoral una izquierda social tan harta de hueras promesas una y otra vez incumplidas, como de discursos estólidos y “aparatos” cocidos en el propio jugo. Precisamente a lo que más ha recordado la fulgurante irrupción en la política española del Podemos del joven Pablo Iglesias es a la fulgurante irrupción en la política gallega de la ANOVA del veterano Beiras en las elecciones autonómicas de 2012. Si, a la hora de encarar estas últimas elecciones europeas, la dirección federal de IU, en vez de entregarse a “hojas de ruta” horras de discusión propiamente política y a miopes acuerdos de “reparto” burocrático entre “familias”, hubiera hecho caso a las ofertas de Pablo Iglesias y hubiera seguido el buen ejemplo de la dirigente de la Esquerda Unida gallega Yolanda Díaz, que consiguió un extraordinario éxito en octubre de 2012 formando coalición electoral con ANOVA, ahora estaríamos tal vez hablando, si no de un verdadero terremoto político, sí de una explosión todavía mayor de esperanza popular en el “corral nublado”.
Bieras es un maestro, huelga decirlo. Un maestro de singularísima y ejemplar trayectoria política y científica. Desde sus pioneras y seminales investigaciones económico-históricas de los 60 y los 70 sobre el tratamiento colonial dispensado por la oligarquía española a Galicia hasta su lúcido diagnóstico actual de la crisis de la Segunda Restauración borbónica, pasando por sus estudios sobre los campesinos y los pescadores gallegos –una de sus más hermosas y sentidas devociones— o su activa implicación internacionalista en el “altermundismo”, ha ejercido una influencia constante y duradera en las nuevas generaciones de las izquierdas y ha tenido muchos discípulos. Como los verdaderos maestros, se entiende modestamente a sí mismo, ya se ha dicho, como un transmisor de tradiciones recibidas. Y como los verdaderos maestros, su relación con los más jóvenes está muy lejos de la lisonja demagógica: nunca les ha dicho lo que acaso querrían oír, sino lo que debe decirse, que es, por lo pronto, la verdad.
Tiene esta pauta de comportamiento un punto que a mí me recuerda al Pasolini de fines de los 60. Fue Pasolini quien, tras la derrota del 68, vio lúcidamente venir como nadie el advenimiento de un período que en 1973 llamó “la primera y verdadera revolución de derechas”:
“En 1971-72 ha comenzado uno de los períodos más violentos y acaso definitivos de la historia. (…) Este estado de cosas es aceptado por las izquierdas: porque no hay otra alternativa a esa aceptación que la de quedarse fuera de juego. De aquí un general optimismo en las izquierdas, una tentativa vital de hacerse al nuevo mundo (…). Los izquierdistas –protervos y triunfalistas como son— van todavía más lejos en esas ilusiones (…) Están convencidos de que este plan diabólico de la burguesía, tendente a reducir a su antojo el universo entero, incluidos los obreros, terminará trayendo consigo la explosión de una entropía así constituida, y de que la última chispa de la consciencia obrera será capaz entonces de hacer resurgir de sus cenizas aquel mundo hecho pedazos (por culpa propia) en una suerte de palingénesis (viejo sueño burgués-cristiano de los comunistas no obreros).”[22]
No es difícil reconocer aquí en su punto de mira al filósofo excatólico Antonio Negri entre los soñadores “burgueses-cristianos del comunismo no obrero”, entre los “ilusorios izquierdistas” empeñados en dar y darse a entender que la catástrofe es palingénesis, que el “diabólico” proceso deconstituyente contrarrevolucionario en curso es eo ipso un “proceso constituyente” revolucionario de la “multitud” y del “precariado”. Si Pasolini hubiera vivido hasta nuestros días, habría asistido, acaso más asombrado que irritado, a la estupefaciente evolución del joven Negri hacia una especie de adánica apología de las pretendidas bondades prerrevolucionarias del capitalismo financiarizado, del felizmente fracasado proyecto de Constitución europea, del imperialismo globalizador, del desplome de los sindicatos obreros y de lo que haga falta: y todo, sin un solo dato, sin una sola estadística; purita filosofía de la historia.[23]
Beiras lo dice de otra manera, más sutil, más gallega. Este librito cumple en cierta medida una obra de autoanálisis y autodiagnóstico, de balance. Beiras no es un pseudomaestro del consuelo demagógico adánico, encandilador –y dilapidador— de sucesivas generaciones de jóvenes que terminan por abandonar, también sucesivamente, el combate político hastiados y desengañados del errático baile pretendidamente izquierdista de San Vito. Beiras, quiero decir, no sólo ha tenido muchos discípulos, sino que ha hecho escuela. Ahora se pregunta él mismo un tanto perplejo cómo pudo durar tanto, cómo pudo sobreponerse a tantas derrotas y sinsabores, mantenerse en pie como un veterano luchador capaz de importunar a los poderes que realmente son y seguir transmitiendo a los más jóvenes su propia experiencia y las preciosas tradiciones morales, políticas e intelectuales recibidas de sus mayores. ¿Cómo consiguió convertirse en “la voz de una generación que no ha traicionado a las anteriores”? Pues bien; nunca se hizo ilusiones. En un cuaderno juvenil –eso nos cuenta ahora— anotó: «Lucho sin esperanza, y precisamente por eso es bien cierto que no desertaré jamás».
Mi querido amigo Beiras me ha hecho un gran honor al pedirme prologar la edición castellana de este libro, cuya versión original gallega presentamos juntos en noviembre pasado en Santiago. Yo auguro que leer al maestro de la “lucha sin esperanza” infundirá paradójicamente en sus lectores jóvenes –y tendrá muchos— grandes esperanzas. De las de verdad, de las combativas: sin ilusiones, con los pies en el suelo, la lengua precisa, la mente abierta y el puño cerrado.— Antoni Domènech, Buenos Aires, 26 de mayo de 2014
Antoni Domènech es el Editor general de SinPermiso. Xosé Manuel Beiras es miembro del Consejo Ediorial de Sin Permiso
[1] La concesión del sufragio universal (masculino) y la victoria electoral de los laboristas en 1918 provocó en la muy civilizada Gran Bretaña —¡qué fácil e interesadamente se ha olvidado eso!— un verdadero clima moral de guerra civil de clases que alcanzó su punto culminante en la fracasada huelga general obrera de 1926. Para una vívida y particularmente competente reconstrucción histórica de ese momento, cfr. la Parte I del gran libro reciente de Selina Todd,The People. The Rise and Fall of the Working Class 1910-2010 (Londres, John Murray, 2014).
[3] Citado por Enrok Berggren, Olof Palme: vor uns liegen wunderbare Tage. Die Biographie, btb-Verlag, Munich, 2011, pág. 405.
[4] Cfr. Joseph Halevi, “From pre-Second World War Imperialisms to post-Second World War US Imperialism”, en Riccardo Bellofiore (comp.), Rosa Luxemburg and the Critique of Political Economy, Londres, Routledge, 2013 (capítulo 8).
[5] Per Albin Hanson, “Folkhemmet, medborgarhemmet” (Discurso de 1938. Puede verse entero (en sueco):http://www.angelfire.com/pe/peralbin/talet.html). Tres décadas largas después, el primer ministro socialdemócrata sueco Olof Palme, podía expresar esas mismas ideas en el lenguaje más moderno de la segunda posguerra: “la fuerza de la técnica y de la economía son decisivas para la configuración del futuro. Si los hombres desean hacerse cargo de ese futuro, estas fuerzas deben ser dirigidas y controladas democráticamente (…) La economía de mercado no puede ofrecer una solución válida para estos problemas. Estamos ante tareas de capital importancia para el desarrollo de la sociedad (…) decisiones tan importantes no se deben dejar en manos de intereses privados (…) No podemos permitir que el afán de lucro y el espíritu de competencia determinen la estabilidad del medio ambiente, la seguridad de empleo o el desarrollo técnico” (Olof Palme, La alternativa socialdemócrata, Barcelona, Blume, 1977). La idea del “hogar del pueblo y de la conciudadanía” pudo en buena medida desarrollarla políticamente la socialdemocracia obrera sueca gracias a una larga y fructífera coalición de gobierno con el partido campesino sueco (la liga campesina o Bondeförbundet, fundada en 1913) y a políticas públicas agrarias de defensa de la pequeña propiedad y de las cooperativas campesinas frente a la destructiva voracidad expropiadora característica de la “normal” industrialización capitalista del campo.
[6] Cfr. Abba Lerner: «Functional Finance and the Federal Debt», en Social Research, Vol, 10, 1943. También: The Economics of Control, Nueva York, Macmillan, 1944. También: «Money as a Creature of the State», en, American Economic Review, vol. 37, 1947. Y finalmente: The Economics of Employment, Nueva York, McGraw Hill, 1951.
[7] John Kenneth Galbraith sostuvo en su Historia de la teoría económica(1991) que “sería más justo hablar de ‘Revolución económica sueca’ que de ‘Revolución keynesiana’ en la teoría económica, porque Wigforss fue el primero en llevar a cabo esta transformación del pensamiento y de la acción en la economía”.
[8] Bruno Kreisky, Erinnerungen, Viena, Verlag Kreymart&Scheriau, 1996, págs. 686-687
[9] Henrik Berggren, Olof Palme…, op. cit., pág. 960 (la primera cita entrecomillada es literal del propio discurso de Olof Palme; la segunda, un comentario a ese discurso hecho por su biógrafo Berggren).
[10] Cfr. Berggren, op. cit., pág. 960
[11] Para los modelos macroeconómicos del gran economista norteamericano de origen ruso-polaco Evsey Domar, cfr. Randall Wray “Demand Constraints and Big Government”, en: Journal of Economic Issues, Vol. XLII, 1 (marzo 2008).
[12] Para hacerse una idea, véase esto que escribía el propio Domar a mediados de los 60: “Los problemas humanos del desarrollo económico y de nuestra Guerra a la Pobreza [el programa lanzado en EEUU por el presidente Johnson] son similares: en ambos casos, la víctima debe adquirir la mentalidad de clase media, tan denostada por los intelectuales: ambición, disposición a aceptar la disciplina, capacidad para trabajar ardua y eficientemente, para aprender, para ahorrar e invertir, para ser previsora, etc. Es curioso que el grueso de esas virtudes complacerían a un buen puritano de Nueva Inglaterra (si todavía quedan) y a un buen comunista ruso. En realidad, el ideal humano de esos dos credos es asombrosamente similar, y por buenas razones económicas…”. Cfr. Evsey Domar, Capitalism, Socialism, and Serfdom, Cambridge, Cam. Univ. Press, 1989, pág. 10.
[13] Para una buena presentación del problema del “ciclo político” de Kalecki, cfr. John Bellamy Foster: “Marx, Kalecki, Keynes y la estrategia socialista: la superioridad de la economía política del trabajo sobre la economíaa política del capital”, en SinPermiso electrónico, 21 abril de 2013 (www.sinpermiso.info/articulos/foster1.pdf).
[14] Recuérdense las célebres páginas de los Cuadernos de Cárcel de dedicadas al fordismo y a la necesidad de una alianza entre la clase obrera organizada y los capitalistas productivos para destruir un rentismo económico al que Gramsci responsabilizaba en buena parte del ascenso del fascismo en Italia. El amigo y albacea testamentario de Gramsci fue Piero Sraffa, discípulo dilecto de Keynes en Cambridge. La hostilidad contra Gramsci del llamado “autonomismo obrero” sesentaiochesco italiano –inspirado en buena medida por el interesante socialista de izquierda que fue el sindicalista Raniero Panzieri— viene en no poca medida de aquí.
[15] Soberanos e intervenidos, Siglo XXI, Madrid, 1996.
[16] Cfr. Alfredo Grimaldos, La CIA en España, Madrid, Debate, 2006. Del mismo autor: Claves de la Transición, 1973-1986. De la muerte de Carrero Blanco al referéndum de la OTAN, Barcelona, Península, 2013.
[17] Un elemento político clave en la restauración de un capitalismo reformado en la Europa occidental de la segunda posguerra fue la destrucción o la desactivación de la izquierda socialdemócrata y laborista. Ese fue un empeño clave en el inicio de la Guerra Fría, al que se aplicaron con tenacidad y relativa inteligencia el Departamento de Estado, la OSS (antecedente de la CIA) del siniestro Allen Dules y el Congreso por la Libertad de la Cultura (generosamente subvencionado por la CIA) ideado por el filósofo Isaiah Berlin. En Gran Bretaña, por ejemplo, se apoyó a Gaitskell contra Bevan; en Alemania, a Herbert Wehner –el antiguo estalinista de pasado oscuro— contra Schumacher o Carolo Schmidt; en Italia, en donde no se consiguió descabalgar al viejo Pietro Nenni del PSI, se financió un nuevo partido socialdemócrata derechista encabezado por Saragat. En Suecia y en Austria no se pudo hacer mucho al respecto, porque ambos países quedaron, para su fortuna, fuera de la política de bloques militares: de aquí el gran papel que pudieron jugar Palme y Kreisky en el apoyo a las luchas del tercer mundo, en el Movimiento de Países No Alineados desde la Conferencia de Bandung (1955) y aun en la activa solidaridad contra las dictaduras fascistas de España y Portugal, abiertamente apoyadas por los EEUU. En Japón tenemos el traumático (y todavía inaclarado) asesinato en 1960 del carismático dirigente del Partiido Socialista japonés, Inejiro Asanuma.
[18] La célebre película Dr. Strage Love (1964) de Kubrik –un general estadounidense que, en su locura de guerrero frío anticomunista, termina por desencadenar por su cuenta y riesgo el holocausto nuclear— no era una ficción. En julio de 1961, por ejemplo, nada menos que el jefe de las Fuerzas Aéreas de los EEUU, el general Curtis Le May, le dijo en un almuerzo público a la mujer de un Senador norteamericano que la guerra nuclear era “inevitable”, que empezaría en unas pocas semanas y que el resultado de la misma sería ineluctablemente la incineración de todas las grandes ciudades de los EEUU y de la Unión Soviética: recomendaba a la dama ponerse a salvo con sus hijos y nietos en alguna zona desértica del Far West. El periodista del Washington PostMarquis Childs asombró y acongojó al mundo con la noticia. Cfr. David Talbot,Brothers. The Hidden History of the Kennedy Years (Free Press, Nueva York, 2007, pág. 210), investigación en donde se sostiene sólidamente la tesis de que los cuatro grandes magnicidios (John Kennedy, Martin Luther King, Malcom X y Robert Kennedy) registrados entre 1963 y 1968 constituyeron un verdadero golpe de Estado del “complejo militar-industrial” (Eisenhower) para perpetuar la Guerra Fría e iniciar una contrarrevolución que pusiera fin al movimiento de derechos civiles y al auge del nuevo movimiento obrero y antiimperialista. Para una investigación excelente –y concluyente— sobre JFK como “mártir de la Guerra Fría” y sobre su asesinato como parte de un golpe de Estado que inició en buena medida el período de agresivas y catastróficas contrarreformas del capitalismo –“neoliberalismo”— en el que todavía vivimos, cfr. James W. Douglas, JFK and the Unspeakable: Why he Died and Why it Matters (Simon&Schuster, Nueva York, 2010).
[19] “La OTAN hacia dentro”,
[20] Vale la pena observar que la participación de la masa salarial en el PIB español (la “distribución funcional de la renta”) es más baja hoy que en el momento de morir Franco: la fuerte conflictividad social y las luchas obreras de los años sesenta obligaron en pleno franquismo a incrementos salariales que redundaron en una mayor participación de la masa salarial en el PIB. La Transición política, particularmente luego de los célebres Pactos de la Moncloa y con ciertas alzas y bajas, invirtió la tendencia. En lo que llevamos de siglo XXI, la participación de la masa salarial en el PIB español ha retrocedido ulteriormente casi dos puntos porcentuales. Cfr. María Jesús Fernández, La distribución funcional de la renta en España y en la UEM en la última década”, en: Cuadernos de información económica, Nº 231, Noviembre-Diciembre 2012, págs. 33-38. Para una visión de largo plazo, Cfr. Rafael Muñoz de Bustillo Llorente: “La distribución funcional de la renta en España: Una visión desde la perspectiva del largo plazo”, en: Gaceta Sindical, Nº 9, diciembre de 2007, págs. 93-108.
[21] Para el vínculo entre desigualdad e inestabilidad financiera en el capitalismo contrarreformado, véase la soberbia investigación teórica y empírica de James K. Galbraith, Inequality and Instability: A Study of the World Economy Just Before the Great Crisis, Oxford, Oxford University Press, 2012.
[22] Pier Paolo Pasolini, “La prima, vera rivoluzione di destra”, Il Tempo, 15 julio 1973.
[23] Cfr. Negri: El poder constituyente (1994); (con Hardt), Imperio (2000);Europa y el Imperio (2005), Multitud (2005). Todos publicados en la editorial madrileña Akal. No se ha traducido, que yo sepa, su libro de despedida “comunista” del socialismo y de crítica de los sindicatos y las organizaciones obreras realmente existentes como obstáculos atravesados en el camino de la palingénesis revolucionaria: Goodbye Mr Socialism, Milán, Feltrinelli, 2006
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