El monólogo del poder
Por Carlo Frabetti
Llevo cinco o seis años escribiendo cartas abiertas -y cerradas- a viejos amigos, colegas y camaradas, o comentando sus libros y artículos en términos que merecerían (y no soy el único que lo piensa) algún tipo de respuesta, y en todo este tiempo nadie se ha dignado a contestarme, ni una sola vez, ni pública ni privadamente. ¿Qué pasa con Santiago Alba Rico, Luis Alegre, Manuela Carmena, Carlos Fernández Liria, Juan Marsé, Jon Sistiaga, Begoña Zabala…? Se me ocurren pocas explicaciones para su silencio, y ninguna buena.
Una explicación podría tener que ver con el período de tiempo mencionado. ¿Qué ha ocurrido en el último lustro? A nivel individual, que todas las personas aludidas (y unas cuantas más sugeridas por los puntos suspensivos) pronto disfrutarán o disfrutan ya de la tarjeta dorada de Renfe, con todo lo que ello conlleva. ¿Tienen fecha de caducidad algunos intelectuales, periodistas y militantes de izquierdas? Y a nivel sociopolítico, ¿qué ha sucedido en lo que va de esta segunda década del atribulado siglo XXI? No son preguntas retóricas ni capciosas, pero no voy a contestarlas ahora (ese es otro artículo).
Una segunda explicación podría ser la falta de argumentos: los destinatarios de mis cartas y críticas no contestan porque no se les ocurre nada sensato que decir, y con su silencio admiten que tengo razón: quien calla otorga.
En el extremo opuesto del refranero, el silencio podría no ser una muestra de vergonzante aceptación sino todo lo contrario: callan porque consideran que no merezco respuesta alguna, y no hay mayor desprecio que no hacer aprecio.
Pero ninguna de las anteriores posibilidades justifica el título de este artículo, y es porque, tras darle al asunto no pocas vueltas, me inclino por otra explicación más simple y pragmática, aunque difícil de asumir: mis interlocutores fallidos no contestan porque no les conviene. De una forma u otra, en mayor o menor medida, todas/os se han subido o arrimado a algún poder establecido, es decir, al poder a secas, que, aquí y ahora, en el fondo es uno y siempre el mismo; y el poder, por definición, no discute.
El poder finge dialogar a menudo, como los antiguos reyes seudodialogaban con sus cortesanos y sus bufones; pero el poder no discute, porque discutir es cuestionar, relativizar, contrastar. El poder monologa, y quienes se suben o se arriman a él se vuelven necesariamente monológicos o silenciosos, porque en el diálogo, en el verdadero diálogo, solo pueden perder algo, enseñar alguna pluma residual de su antiguo plumero contestatario, y el poder acostumbra a despedir a los criados respondones.
Es más conveniente monologar a dúo con un sicario cultural del nacionalcatolicismo más casposo en un diario de extrema derecha, que dialogar con un viejo amigo/colega/camarada en las catacumbas mediáticas. Porque en el diálogo, en el verdadero diálogo sin subterfugios ni componendas, puede aparecer alguna fisura y escaparse por ella alguna de esas migajas de poder o de “éxito” que son el premio de consolación de tantos ex militantes cansados de ser “eternos disidentes”, como decía no hace mucho uno de esos viejos amigos/colegas/camaradas que ya no saben/no contestan.