La Segunda Transición 2.0.
Por Rafael Cid
Hace ahora 14 años, el periodista y escritor Gregorio Morán publicó un libro sobre la vitoreada transición española que resultaría pionero en su temática. Bajo el título de “El precio de la transición”, el autor revelaba lo que a su entender era la historia oculta de ese pase de página desde una dictadura sanguinaria a una democracia otorgada de la que las clases dirigentes siempre se han sentido tan orgullosas. Desde entonces tenemos comprometida con Morán una deuda. Solo alguien con un talento a prueba de intimidaciones podía haber acometido tamaña aventura intelectual donde tantos otros hincaron la cerviz. Porque aquel texto premonitorio, sin cuestionar la posible eficacia de la transición ni piarlas por una ruptura frustrada, tenía la enorme osadía de denunciar el déficit moral que entrañó el pilar sobre el que se construyó aquel salvapantallas: la desmemoria oficiada en forma de autoamnistía para los malhechores.
En estos momentos volvemos a un ciclo político que se parece en la distancia a aquella coyuntura que glosaba “El precio de la transición”. También hoy han emergido nuevas fuerzas políticas progresistas y anti-régimen que vuelven a hablar de ruptura con la boca pequeña mientras en su imaginario vindicativo prevalece la oferta de una Segunda Transición, es decir, una suerte de continuismo con nuevos actores. Y claro, la polisémica amnistía regresa donde solía. La percepción fulgente tras los resultados del 24M, condicionados por la lógica aceptación de las reglas del juego que conlleva la disputa electoral, es que habrá que dejar de acariciar el proceso destituyente y su sucesivo constituyente para otra ocasión. Pacta sunt servanda (lo pactado obliga).
Las masivas revueltas callejeras que insuflaron el potencial creativo para las vibrantes candidaturas ciudadanas se originaron en mayo de 2011. Era el Movimiento 15M. Y la diana de aquellas protestas era un gobierno socialista, presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, que había entregado el Estado a la Troika. Conviene recordar que fue en ese mes iniciático cuando las autoridades decidieron aprobar por la vía de urgencia la reforma del artículo 135 de la Constitución que ha convertido la democracia española en una cleptocracia con soga corrediza. Antes, ese mismo ejecutivo había impuesto recortes y ajustes de distinto tipo y calibre (congelación de las pensiones; aumento de los requisitos para acceder a la jubilación; abaratamiento y facilitación del despido; precarización de la contratación laboral; bajada del sueldo de los funcionarios; empobrecimiento de los servicios sociales; etc.). Y que coronando la legislatura, con idéntico despotismo, dio un paso más en la subordinación del país a EEUU cediendo el territorio español como base naval del sistema de escudo antimisles. Hablamos del partido de “OTAN de entrada no” que aseguró que nunca España se integraría en su núcleo militar y luego llegó a ceder a su ministro de Educación, Javier Solana, para el papelón de secretario general de la organización bélica.
Es cierto que a continuación vinieron otros, el gobierno del PP con Mariano Rajoy al frente de la caverna, que no hicieron más ciegos. ¿Pero eso justifica que hagamos tabla rasa y regresemos impávidos a la casilla de salida como si nada hubiera ocurrido? ¿Hay que olvidar que el actual secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, compartió a pies juntillas esas políticas reaccionarias e incluso colaboró en la redacción del texto para la contrarreforma del artículo 135? ¿Debemos ignorar la decisiva participación del entonces titular de Educación Ángel Gabilondo en la profundización del Proceso de Bolonia que ha entregado los estudios superiores a los mercados y a la marca Universia del Banco de Santander, y que estuvo en el gabinete que secundó como un solo hombre el golpe de mano constitucional? Si la respuesta es sí, mora eficacia, asumamos tamaño ejercicio de desmemoria colectiva con todas las consecuencias. Sabiendo que estamos cerca de inaugurar una Segunda Transición a costa de santiguar un consenso con los mismos que están en el origen de nuestras desdichas.
Atentos, pues, a la pantalla. Pero mientras tanto hagamos como que la esperanza fuera lo último que se pierde. Y en ese sentido conviene poner el foco en esas plataformas triunfadoras en territorios con contencioso identitario pendiente (Barcelona en Comú, Compostela Abierta y Marea Atlántica), que agrupan a formaciones nítidamente nacionalistas con otras fuerzas de definida impronta social. Si ese sincretismo cuaja, y no se reproducen las viejas exclusiones legatarias de un internacionalismo mal entendido como conflicto con el nacionalismo y de un nacionalismo alimentado en registro frentista, y siempre con claro predominio del derecho a decidir autodeterminacionista, la cosecha del 24M podría dejar huella federal e incluso confederal. Celebremos una vez a más a Miguel Torga: “lo universal es lo local sin muros”.