La justicia en la sociedad de la desigualdad
Poco después del proceso revolucionario de 1848 en Francia, Pierre Joseph Proudhon medita sobre la justicia. Más allá de las lucha fratricidas que le rodean y de la agitación inmisericorde que embarga a la sociedad gala, Proudhon llega a una conclusión respecto a las fuentes de lo que llamamos justo que se enmarca en la reivindicación del ser humano, y no de la abstracción, como centro de su pensamiento:
“La justicia es el respeto, espontáneamente manifestado y recíprocamente garantizado, de la dignidad humana, en cualquier persona y en cualquier circunstancia en que se halle, cualquiera que sea el riesgo que su defensa signifique para nosotros.”
Es una potente declaración de intenciones, cualquier cosa menos un “pensamiento débil”, que Proudhon acompaña con una práctica revolucionaria concreta que le llevará a defender a los más débiles en significados procesos judiciales, tanto como a conocer las cárceles como penado por motivos políticos y de opinión.
Proudhon sabe que el triunfo de la Justicia, en puridad de la dignidad humana, está seriamente comprometido en su sociedad por una realidad material que marca la vida y las narrativas de sus contemporáneos: la desigualdad. Y tiene una opinión al respecto:
“Es falso que la desigualdad sea una ley de la naturaleza humana y de la estructura social: la desigualdad de las fortunas, aunque ello sea en virtud de convenciones expresas y en el interés de las relaciones económicas, bien podría ser objeto de cierta tolerancia, aunque ello no sea necesario, ni en ciertos extremos humano. En cuanto pueda ser consecuencia de la naturaleza, es un accidente que han de encauzar la prudencia del legislador, la habilidad del economista y la discreción del educador: pero en cuanto pueda ser resultado de la anarquía política, mercantil o industrial, es una infracción del Derecho.”
Una infracción del Derecho, que no hay duda de que podría acabar teniendo resultados funestos:
“Así, a medida que la desigualdad se ahonda entre los ciudadanos y hace tambalearse a la sociedad, el gobierno, forzado a emplear más y más duramente la fuerza, se convierte en despotismo, en tiranía, y queda vacío de toda fuerza ética.”
En esas circunstancias, que son más comunes de lo que puede pensarse desde una comprensión puramente abstracta de las relaciones jurídicas:
“Según que el soberano se inspire en uno u otro de los elementos que integran la constitución orgánica del país, habrá una política de los instintos, una política de los intereses, una política de tradición, una política de guerra, una política de religión. Cada una de esas modalidades de política ha tenido alguna época brillante. Pero una política de justicia, aún está por realizar y será difícil realizarla. Si se toma por principio, medio y fin de gobierno a la justicia, se forjará una utopía revolucionaria que sólo podrá realizarse mediante la igualdad.”
Deberíamos entonces desentrañar, descendiendo a lo concreto, esa contradicción insalvable entre el aparato y la idea de la Justicia y la sociedad de la desigualdad (el capitalismo) en que la misma tiene que recorrer su camino en la actualidad. ¿Es justa la Justicia en España? ¿Lo ha sido en los últimos treinta años? ¿Cómo es la administración de Justicia española en sus interioridades?
La Plataforma en Defensa de la Libertad de Información (PDLI) ha hecho un balance negativo de 2017 en lo que se refiere a estado de salud de la libertad de expresión en España.
«Cuesta encontrar en la última etapa democrática de España un precedente parecido al grado de represión contra la libertad de expresión al que hemos llegado en este año: se ha enviado a personas a la cárcel por simples canciones o por un ‘tuit’. Esto lo teníamos olvidado y ha ocurrido en plena Europa y en pleno siglo XXI. Es tan grave que tardaremos en asimilar su alcance», asegura la presidenta de la PDLI, Virginia Pérez Alonso.
La plataforma destaca que este año entró en prisión el primer tuitero por opinar en redes sociales, y también fueron condenados a penas de cárcel el líder del grupo musical Def con Dos, César Strawberry; la tuitera Cassandra; el rapero Valtonyc y el colectivo La Insurgencia.
En 2017 la policía siguió multando a periodistas a pesar de que el Defensor del Pueblo ha venido considerando, a raíz de las quejas de la PDLI, que las sanciones no se ajustan a requisitos constitucionales.
Mientras, en el Congreso, la derogación de la conocida como ‘ley Mordaza’ está estancada en la tramitación de dos iniciativas legislativas distintas (del PSOE y del PNV) que amenazan, a juicio de la PDLI, con ‘cambiarlo todo para que todo siga igual’. La utilización de los delitos de odio con intencionalidad represiva contra los movimientos sociales, aún desde una interpretación jurídica ciertamente extensiva del tipo en el ámbito penal, así como el encarcelamiento de representantes de movimientos pacíficos como el independentista catalán, en virtud de tipos penales diseñados para alzamientos violentos o para algaradas tumultuarias, por parte de un judicatura y una fiscalía plenas de escándalos relativos a su posible falta de independencia del poder político, completan el cuadro de una Justicia desnortada, en plena deriva autoritaria y cualquier cosa menos garantista.
Proudhon, por su parte, tenía una propuesta para la Justicia:
“La justicia, considerada en sí misma, es la balanza de las autonomías, o sea, la reducción a equilibrio de las fuerzas en concurrencia. En una palabra, la ecuación de sus pretensiones recíprocas. Por ello nunca puede ser tomada por punto de mira la libertad, que es una fuerza indefinida, absorbente, fuerza que puede ser aplastada, pero nunca convencida. Yo he puesto por encima de la libertad la justicia, la cual juzga, regula y distribuye. La libertad es la fuerza de la colectividad soberana, cuya ley es la justicia.”
Porque, al fin y al cabo:
“El hombre, ser libre por excelencia, no acepta la sociedad más que bajo la condición de seguir siendo libre; condición que no puede ser conseguida más que con ayuda de un sentimiento particular, diferente de la sociabilidad y superior a ella. Este sentimiento es la justicia.”
La convivencia libre entre los hombres (hoy diríamos también, y las mujeres) sólo puede constituirse, pues, sobre la base de la igualdad y del contrato, de la libre y democrática concatenación de las autonomías, más allá de toda comprensión abstracta de la idea de Justicia, pero también sobre la base de una igualdad material que garantice la independencia y la libertad de los contratantes.
Se trata de una apuesta nominalista y materialista, que toma como centro al ser humano y sus necesidades efectivas en una sociedad dada, porque, para Proudhon:
“La justicia es humana, completamente humana, nada más que humana. Es desfigurarla relacionarla, de cerca o de lejos, directa o indirectamente, a un principio superior o anterior a la realidad humana.”
Eso implica que, en esa sociedad concreta, en esa realidad material en que nos encontramos, sea necesaria:
“Una fuerza de justicia, y no solamente una noción de justicia. Fuerza que, al incrementar la dignidad, la seguridad y la felicidad del individuo, asegure asimismo al orden social contra las malversaciones del egoísmo. Eso busca la filosofía social. Sin esto no hay sociedad.”
Proudhon encontrará esa fuerza en el contrato, y en el principio federativo que lleva a la constitución social de poderes desde la base en un marco de autonomías recíprocas y pactos concretos y explícitos.
Pero, ¿Dónde está esa “fuerza de Justicia” en nuestra sociedad? ¿Cómo funciona?, ¿Cuáles son sus vicios y virtudes desde lo cotidiano y lo irreductiblemente real? ¿Quiénes la ejercen y con qué obligaciones y contrapesos? ¿Expresa realmente la posibilidad del pacto libre y democrático entre las autonomías? ¿O son la desigualdad y la explotación, corazones profundos de la sociedad del Capital, quienes determinan su devenir? ¿Cómo ven los profesionales de la toga el ejercicio concreto, material, nominalista, de la administración de Justicia en la que trabajan?
En 1916, en plena Restauración borbónica, el letrado Eduardo Barriobero escribirá un libro donde hará un detallado recorrido sobre el estado de la sociedad española y, también, sobre su aparato de Justicia. El libro tendrá un título ciertamente expresivo: “ De Cánovas a Romanones. La bancarrota nacional”.
¿Quién es Eduardo Barriobero? Un joven abogado especializado en la defensa de los sindicalistas de la CNT, un prolífico escritor y editor de novelas populares y de todo tipo de textos, también jurídicos, y, además, un político republicano federal que llegará a ser diputado en varias ocasiones, las más de las veces gracias al apoyo directo de los sectores de activistas obreros a lo que ha defendido en todo tipo de pleitos.
Con el tiempo, Barriobero obtendrá la distinción de la Legión de Honor francesa por sus traducciones de Rabelais; será diputado constituyente en las Cortes de 1931; será también propuesto para ser magistrado del Tribunal Supremo, nombramiento que se frustrará por el estallido de la Guerra Civil; dirigirá el Tribunal de Justicia Revolucionaria de Barcelona, durante la contienda, a propuesta de la CNT; y será además propuesto para el puesto de Fiscal General de la República por el ministro de Justicia Juan García Oliver, uno de sus antiguos defendidos.
Para 1916, Barriobero ya ha escrito mucho, y tiene una amplia cartera de clientes, entre los que se cuentan numerosos militantes obreros. Ha sido diputado. Ha estado preso por delitos de opinión. Su compromiso con la causa de la regeneración de España es público y notorio. Su libro, que pretende hacer un exhaustivo recorrido por los problemas del país, se centra también en el marco de su ejercicio profesional: la administración de Justicia. La fuerza efectiva que pretende hacer cumplir los principios de lo justo.
Su opinión al respecto queda meridianamente clara desde el principio:
“Lo peor que tenemos en España es la Justicia. Es peor que la Administración pública, que la Instrucción, que el Comercio, que la Industria; peor que todo lo demás, en una palabra. Y debemos decirlo y probarlo, en cumplimiento de una obligación cívica, puesto que sin justicia no se comprende el porqué de la vida civil, y sin hacer con firmeza la denuncia no será posible que alcancemos el remedio.”
El problema no es únicamente de recursos o retributivo. Tenemos que tener en cuenta, también una cuestión relativa a la formación de los jueces:
“Tampoco han puesto los Poderes públicos gran interés en la formación del magistrado. Termina un joven su carrera de abogado, lleno el cerebro de Derecho Romano, de arcaica filosofía o de teorías constitucionales, según quien haya sido la estrella de la Facultad en donde cursó, pues no hay que olvidar que en todas nuestras universidades, como en los teatrillos del genero ínfimo, hay siempre una estrella que luce en el cielo del Digesto, en las pampas del Derecho Natural, o en el laberinto del Derecho Político. El resultado es que el joven sale de las aulas sin haber aprendido nada que le sea provechoso, pues el curso académico es tan breve, que se acaba antes de que el profesor pueda abordar la parte práctica de los programas: buena prueba de ello es lo que ocurre con el Derecho Civil: desde hace ya muchos años, en casi ninguna universidad se pasa del libro primero del Código.
Fascinado con los rayos de la estrella, mira con desdén todo lo que sea derecho positivo y práctico; así que no concluye de hacerse abogado.”
Barriobero entra en detalles durante cerca de 25 páginas. Y, después, continúa, pero esta vez descendiendo a dibujarnos la figura de otro de los grandes protagonistas de la Administración de Justicia: el abogado.
“Completa el cuadro de nuestra desdichada administración de justicia la plaga llamada justamente del abogadismo, en la que deben incluirse y colocarse al mismo nivel los abogados que ejercen legalmente su profesión y los millares, acaso millones de zurupetos que a veces, con el beneplácito de jueces y Tribunales, viven del intrusismo (…)
El mal está en la desconsideración con que el Estado nos trata, que sirve de pauta para el envilecimiento del nobilísimo Ministerio de la Defensa; en la desconsideración en que la opinión pública nos tiene; en la falta de organismo corporativos que defiendan nuestros derechos y eleven nuestro nivel moral, y en nuestra incultura, por la que en vez de ser más que auxiliares, asesores y orientadores de la administración de justicia, somos una rémora más de las muchas con las que tropieza quien llega a sus estrados (…)
Como el Estado nos trata en la forma expuesta, los clientes suelen seguir su norma, y en general no gozamos de los respetos ni delas consideraciones que se suelen guardar a los que ejercen otras profesiones liberales; y quien trata de imponerse y exigir que se la pague lo que en este orden cosas se le debe, fracasa del modo más lamentable si no es un personaje de la más elevada categoría.”
Un ejemplo, que provocará la sonrisa cómplice, y quizás bien pesimista, de muchos letrados de nuestros días:
“También es curiosa la forma de apreciar y de tasar nuestro trabajo. En sociedad, por ejemplo, es tenida en muy poco la persona que compra algo en una tienda en donde no le ofrecieron crédito y no lo paga, o la que a sabiendas de que no lleva dinero se toma la libertad de comer en un restaurante de primer orden; muchas personas que por nada del mundo realizarían estos actos, penetran con la mayor frescura en el estudio de un abogado, lo distraen de su trabajo y lo abruman a consultas, para marcharse luego, no sólo sin preguntar cuanto le deben, sino en la firme inteligencia de que le han hecho un favor.
Y aún estos no suelen ser los más molestos, pues hay muchos que nos hacen la consulta en la calle, cuando vamos más deprisa o nos esperan para cualquier cosa importante; otros que disponiendo de un plazo, por ejemplo, de treinta días para presentar un escrito en su pleito, nos exigen que lo abandonemos todo y que lo hagamos en el primer día del plazo; otros que preguntan sobre una cosa sencillísima, les contestan nuestros pasantes y colaboradores, abogados que con frecuencia tienen mayor saber y más práctica que nosotros, y no se van hasta que han logrado colocarnos la consulta.”
Podríamos, de nuevo, continuar citando a Barriobero. Don Eduardo se explaya en otras 30 páginas adicionales sobre la triste condición social de los letrados de su tiempo.
Pero estamos hablando de 1916. ¿Ha cambiado mucho la estructura y el prestigio social de las profesiones jurídicas en España para el día de hoy? ¿Cómo y en qué condiciones se ejerce la “fuerza de la justicia”, de la que hablaba Proudhon, no en 1916, sino en 2016, justo un siglo después? ¿Han sido estos últimos cien años un trayecto que ha dignificado y construido en forma racional y funcional para el ejercicio de los derechos de los ciudadanos la Administración de Justicia? ¿Qué pasa con los magistrados y abogados de nuestro tiempo?
Alguien tan poco sospechoso de radicalismo y de ansias “anti-sistema”, como el juez Baltasar Garzón, ya comentaba en su libro “Un mundo sin miedo”, en 2005 (nótese bien que en ese momento, Garzón seguía siendo magistrado de la Audiencia Nacional), lo siguiente:
“He visitado muchos países del mundo, en particular casi todos los de Latinoamérica, y en todos ellos ha aparecido como un fenómeno recurrente la falta de independencia de los jueces, la falta de compromiso responsable y la sumisión al poder político. Esta situación propicia una falta de protección de los ciudadanos que asisten inermes a un desconocimiento y violación sistemáticos de sus derechos, por unos jueces parciales y solícitos con el que ostenta el poder político en cada momento, para así mantener el puesto y poder seguir viviendo del erario público. Lo de menos es si los ciudadanos resultan protegidos o no. La institución judicial, como antes te comentaba, es una de las peor valoradas en el ranking de las encuestas”.
¿Pero esto sólo afecta a los países latinoamericanos? El Garzón aún estrella rutilante del corazón del sistema penal del régimen del 78 nos habla de algo que se convertirá en el centro de los debates públicos en los últimos años: la lucha judicial contra la corrupción política.
“Todos sabemos que con demasiada frecuencia las investigaciones por delitos relacionados con la corrupción pueden afectar a ciertos representantes del gobierno, de partidos políticos, de instituciones del Estado o de organismos económicos influyentes. Cuando esto sucede, la eventual diferencia de criterio entre la Fiscalía Especial Anticorrupción y el fiscal general, nombrado por el Gobierno, puede resolverse, a no ser que se establezcan medidas favorables al gobierno de turno o a los intereses personales, políticos o económicos de determinadas personas o empresas, y ello puede influir en la “sustracción” del asunto al conocimiento del fiscal especial y en la pérdida de efectividad de la institución.”
Garzón desciende, también, un poco a lo concreto de su experiencia (recordemos que estamos en el año 2005):
“En España, a los clásicos de la década de 1990, entre los que destacan KIO, Banesto y varios que afectan a otras entidades bancarias, hay que añadir los actuales de Gescartera, Atlético de Madrid, el ayuntamiento de Marbella y la Hacienda vasca. Estos casos demuestran que la criminalidad económica organizada continúa activa y que quizás no se ha prestado demasiada atención a esta gran delincuencia, apostando por otro tipo de acciones contra la pequeña delincuencia, juicios rápidos, que no han producido el resultado deseado pero que han supuesto la inversión de medios humanos y materiales que deberían haber estado destinados a la criminalidad económica y financiera, cuya tramitación judicial se alarga y retrasa indefinidamente.”
Para acabar llegando a una conclusión llamativa, pero clara:
“De esta realidad se puede extraer la consecuencia de que no interesa demasiado la persecución de este tipo de delitos.”
¿Tenía razón Garzón, en 2005, respecto a la pasividad de la Justicia española frente a la corrupción? ¿Hay alguna diferencia de trato, atendiendo a la “fuerza de la Justicia”, respecto a las distintas delincuencias que se asocian a las diferentes clases sociales? ¿Algo ha cambiado, a mejor, desde entonces? ¿O, por el contrario, nos dirigimos a una especie de “pozo sin fondo” de la Justicia, donde la corrupción, la venalidad, la falta de independencia y la deriva autoritaria del aparato judicial campan cada vez más a sus anchas?
Quizás tenga algo que ver con esa posibilidad que en la España de los casos Bárcenas, Gürtel , Bankia o Pujol, en el país en el que la mayor parte de los acusados en esos macro-juicios relacionados con la corrupción de quienes están en las alturas están aún en libertad, se llevaran a efecto, entre 2007 y el segundo trimestre de 2014, casi 570.000 ejecuciones hipotecarias, y fueran enjuiciados por su participación en huelgas más de 300 sindicalistas.
En todo caso, ¿otra Justicia es posible? Hoy, en el Estado Español, ¿es factible cumplir la utopía proudhniana de una Justicia que sirva como cemento de una convivencia en la igualdad y la libertad? ¿Es practicable una Justicia basada en el contrato, tanto como en los Derechos Fundamentales de todos y todas?
Quienes plantean alternativas suelen quedarse en la superficie, en el recurso al Derecho comparado, en la reivindicación de la elección del Consejo del Poder Judicial por los propios jueces, o en la elección popular de magistrados y responsables policiales.
Pero algunos entendemos que no basta con reivindicar los términos de los ordenamientos jurídicos anglosajones para la Justicia. El mundo de la common law, es, también, el mundo de la Patriot Act o del poder magnificado de los lobbies. Hay un problema más profundo y que debe ser resuelto haciendo una expresa declaración al respecto en una hipotética Carta Constitucional realmente democrática: el concepto mismo de orden público, de convivencia colectiva y, por tanto, la esencia de lo que la Justicia dice defender está viciado de raíz en nuestra sociedad. No sólo por la herencia histórica de un régimen autoritario y fascista que nunca ha sido realmente superada, sino porque una sociedad capitalista favorece, en lo esencial, que la institucionalidad que le viene asociada se exprese en términos inequívocamente autoritarios de facto, aunque se pretendan formalmente democráticos. Volvemos a la desigualdad de que hablaba Proudhon. Nunca la hemos abandonado.
Resulta, por lo tanto, imprescindible, no sólo diseñar un poder judicial independiente y claramente distinto a lo que tenemos, con amplia participación ciudadana, mayor consideración para los mecanismos de mediación y restauración, amplia dotación de recursos destinados a la reinserción y la rehabilitación, y con un acceso gratuito garantizado a las gentes con pocos medios económicos al servicio público de Justicia; sino también realizar una expresa mención a que la seguridad ciudadana que la Justicia ha de defender (y, por ello, también sus agentes) está constituida por el libre y democrático ejercicio de los derechos y por el pleno desarrollo de las capacidades, en un régimen de igualdad, y no por la “paz de los negocios privados” que defiende el Capital.
Sobre lo que los neoliberales llaman “seguridad jurídica” (la inseguridad vital para los más, la seguridad de sus inversiones para sus sociedades opacas para la Hacienda Pública) ha de gravitar un concepto de “seguridad” y de “orden” radicalmente distinto, que remita a la participación popular directa, como derecho; al ejercicio individual y colectivo de las libertades como fin último del ordenamiento; y al pluralismo ideológico más amplio como ámbito que garantice que entre la “seguridad” mortecina y muchas veces antisocial de los capitales y la libertad de los más para ejercer su propia actividad política, sindical y social, prime ésta última.
La dicotomía creciente entre hard law para los pobres (cárcel, despidos, desahucios) y soft law para los Capitales (responsabilidad social corporativa, códigos de buenas prácticas, tribunales especiales para inversores) sólo puede resolverse desde una determinación previa y más esencial que el simple cumplimiento de la norma: que la norma, en sí, sea el resultado democrático de la articulación de los intereses de sujetos sociales autónomos y libres. Y para que un sujeto social sea, en definitiva, libre y autónomo, y tenga, por tanto, plena capacidad de contratar, es necesaria la configuración de una esfera del común en lo político, en lo social y en lo económico, que limite decididamente la desigualdad.
La democracia económica, pues, como base y sustrato de una Justicia digna de tal nombre. La profundización democrática, en todas sus formas, sustituyendo los mecanismos de representación y delegación que, combinados con la desigualdad, generan las contradicciones de una estructura social que proclama la primacía de la Justicia, para acabar entregando a la diosa de ojos vendados al mejor postor en un mercado en el que los grandes tiburones financieros tienen todas las ventajas.
Proudhon, finalmente, nos pregunta:
“Pero, cuando conozcamos los puntos fuertes y flacos de la economía de nuestra sociedad, ¿iremos, en nombre de nuestra justicia inmanente, a combatir su fatalidad, o, por el contrario, someteremos a ella nuestra dignidad de seres humanos?”
Una cuestión pertinente que late tras cada una de las elecciones, respecto a la Justicia, efectuadas por los autores que he citado.