Fascismo en puertas
Por Rafael Cid
“Según ACNUR 60 millones de personas huyeron de sus hogares este año.
Solo por la guerra en Siria se han producido 4 millones de desplazados”
(De la prensa)
Lo que hoy comúnmente denominamos fascismo es una expresión que se ha incorporado al acervo cultural como el equivalente político de la suprema calamidad, algo que nos causa repugnancia y temor con solo mencionarlo. Por eso, resulta chocante, que semejante compendio de sinrazones que tan lógico rechazo provoca esté en estos momentos llamando a las puertas de nuestras sociedades. Esta aparente incongruencia nace de la peligrosa simplificación ideológica que tal “común denominador” ha operado sobre el concepto fuente del término fascismo. A la larga, la trivialización de dicho fascismo metafórico actúa como un exorcismo que oculta los cantos de sirena del fascismo sin atributos.
¿Cómo es posible que después de años con la pancarta del “no pasarán” por bandera de la izquierda frentista, clamando contra los fascismos multiusos, perejil de todas las salsas contra la “ley mordaza” del Partido Popular, la Alemania austericida de Merkel, el fanatismo sionista, el carácter mórbido del neoliberalismo capitalista o del imperialismo yanqui, el fascismo realmente existente pueda estar a punto de desembarcar en las instituciones por voluntad popular? Porque, por más que se verbalicen atropelladamente esos fascismos de conveniencia, se olvida el hecho fundamental de que la mentalidad fascista gana terreno precisamente entre esas mismas masas a las que los sectores progresistas dicen proteger, representar y liderar. El fascismo italiano y el nazismo alemán (Partido Nacional Socialista Obrero con todas sus letras) no fueron creación de unos personajes diabólicos que asaltaban el poder (Hitler, Mussolini, porque según el canon “antifascista” Stalin fue un revolucionario), ni cosa de misteriosos expedientes equis, sino un movimiento de mayorías sociales que, a consecuencia del gran pánico del crac del 29, entregó los gobiernos a patrióticos dictadores a tiempo completo (Hitler lo obtuvo en las urnas y Mussolini fue llevado en alzas al gobierno por la multitud) en un intento por parte de amplios sectores de la población de preservar su seguridad y status.
La irrupción del virus fascista, pues, constata el fracaso de una izquierda que ha sido incapaz de hacer pedagogía democrática para cambiar la conciencia utilitarista (capitalista-mercantilista) de la gente, obsesionada como ha estado siempre y monotemáticamente en tomar el poder a cualquier precio. En la culta y glamurosa Francia la mayor parte de los votantes del xenófobo Frente Nacional (FN) de Le Pen, en estos momentos en cabeza de la preferencia del electorado, proceden de las clases medias-bajas y, más en concreto, de antiguos afiliados y simpatizantes del Partido Comunista Francés (PCF). Dinámica que se retroalimenta en la próspera Alemania, donde casi la mitad de las agresiones de grupos neonazis contra inmigrantes y refugiados se han producido en los cinco Estados federados del Este que integraban la antigua RDA.
Una mirada crítica al pasado reciente en Europa sitúa en el olvido de la memoria las posibles causas de estas patologías colectivas que vuelen por sus fueros. Según cuenta el historiador Tony Judt en el epílogo de su libro “Postguerra”, el “fascismo residual” en Francia y en la que fuera la antigua Alemania oriental podría tener que ver con el intento de limitar la responsabilidad de la sociedad francesa a “la anomalía” del régimen de Vichy y el empeño de las autoridades del ex bloque soviético en “borrar cualquier recuerdo público del holocausto”. Si el fascismo totalitario se abre paso por una demanda que surge de los estratos más vulnerables de la sociedad es sobre todo porque enfrente no existía un cortafuegos, nada realmente diferente y motivador como alternativa. Más allá del grotesco quítate tú que me pongo yo y viceversa.
La democracia, abochorna tener que repetirlo, no consiste en el insípido ritual de votar cada cuatro años y el resto del tiempo tumbarse a la bartola. La democracia es un fértil y trabajoso campo lleno de renuncias, esfuerzos y responsabilidad personal, coronado por un sistema de valores inalienables (dignidad, libertad, justicia, etc.). Un ejercicio diario y sostenido de coherencia entre medios y fines, guiado por principios de autonomía de la voluntad, solidaridad, apoyo mutuo, cooperación y respeto al diferente. Una paideia , en fin, que tiene sus enemigos declarados en la competencia descarnada, el abuso de poder, el egoísmo, la ignorancia y tantos otros vectores que hacen del ser humano una mercancía y del hombre un lobo para el hombre.
Pero eso no explica cómo es posible que el retorno del fascismo (neo, con nuevos hábitos) se haga aprovechando simultáneamente las bases tradicionales de la derecha (la clase media venida a menos) y de la izquierda (el precariado de la clase trabajadora), hermanadas ambas posiciones por la crisis, como ya ocurrió en los años treinta en una Alemania que tenía el movimiento obrero más poderoso de su tiempo. El problema está en otro lugar, y es cómplice con las dos ideologías teóricamente contrapuestas. De ahí que la pregunta pertinente sea: ¿qué lacra comparten derecha e izquierda, capitalismo de Estado y socialismo de Estado, que termina inoculando salidas de corte fascista en momentos de zozobra social? Y la respuesta es que las dos estrategias se identifican en la mentalidad sumisa de la población, a la que adoctrinan, uniformizan y disciplinan en un lavado de cerebro que facilita su dirigismo político y consumista; la actitud obediente y acrítica; la fe ciega en los de arriba y su pasividad como genuinos actores sociales.
Esas premisas, que son las que aplican los partidos-aparato para institucionalizarse, constituyen el caldo de cultivo de la servidumbre voluntaria que deja a la sociedad inerme, sin anticuerpos ni defensas, en épocas traumáticas. No es que las personas nazcan con ideas innatas conformistas que las predisponen a ser víctimas de los drones fascistas. Lo que ocurre es que el contexto político-económico-cultural de la sociedad piramidal conspira en esa dirección. De una parte está el régimen de explotación capitalista que semaforiza las necesidades sobre un solipsista tener o no tener, con el consiguiente correlato de lacerantes desigualdades, paro, desdicha y exclusión. Y del otro aparecen los partidos políticos como artefactos de poder y dominación, volcados a captar el mayor número de voluntades al margen de la bondad o desvarío de sus ofertas, con programas cada vez más alejados del círculo virtuoso convivencial donde el hombre y la mujer fueran la medida de todas las cosas. Con estos mimbres, el fascismo lo único que añade al recoger el testigo que las masas le ofrecen es pasar de un autoritarismo consensuado a la militarización consentida de toda la sociedad. Lo demás viene rodado a través del engranaje del Estado-Leviatán.
Cuando un sindicato se ocupa en exclusiva de los trabajadores-clientes o un gobierno legisla que los de casa primero y discute la asistencia sanitaria para la inmigración forzosa (norma felizmente desobedecida por casi todas las autonomías), se abona el camino para la mentalidad xenófoba que discrimina por razón de nacionalidad, raza, género, clase o religión. Y como función crea el órgano, después vienen quienes se quejan de “los intrusos” que colapsan las urgencias hospitalarias o los que se niegan a sacrificar su temporada de esquí o el convite de la comunión de su niño reduciendo el sueldo para repartir trabajo y salario con los desempleados. Degradaciones todas ellas que, como una gota malaya, escoltan el retorno de los brujos.
En estos momentos de tentación totalitaria sería bueno recordar que todos en algún momento nos hemos sentido extranjeros. Las generaciones que nos precedieron padecieron dos exilios: un exilio político en campos de concentración de Francia y Argelia, y un exilio económico que llevó a millones de emigrantes a buscarse la vida por media Europa. Mientras, los que se quedaron en España padecieron el “exilio interior” con que el franquismo troquelaba aquel apartheid nacionalcatólicista. De la misma forma que cuando los representados se dejan suplantar por sus representantes se abre el camino para gobiernos despóticos, el fascismo cobra carta de naturaleza cuando el individualismo posesivo neurotiza al sujeto autónomo y moral, aniquilando cualquier atisbo de sociedad civil.
(Nota. Este artículo ha sido publicado en el número de octubre de Rojo y Negro).