El tufillo de la propaganda
Por Antonio Lorca Siero
Sería oportuno antes de hablar de propaganda, como instrumento decisivo de la acción política, sintetizar el estado del panorama político.
Destacan los elegidos para ejercer el poder político en términos de minoría, conforme impone la democracia representativa, que han pasado a ser la única voz válida de la política. Función que corresponde, conforme a la distinción weberiana, a los que viven de la política. Y esta se ha definido formalmente en términos de desarrollo de una ideología cuya idea central es una versión práctica, cuyo objetivo es un camino a seguir para alcanzar el mayor bienestar de la colectividad a gobernar.
Evidentemente la ciudadanía también habla, entre otras vías públicas, a través de las urnas, las manifestaciones o los debates, pero a efectos prácticos sus reivindicaciones han de pasar por el filtro de quien gobierna, que es quien tiene la última palabra.
Igualmente, se escucha la voz de los opositores, integrantes de la clase política, con expectativas de acceder al ejercicio del poder siguiendo las normas que impone el Estado de Derecho, pero utilizando simultáneamente cualquier medio a tal fin.
Si la cuestión política se redujera a resolver sobre las demandas de la ciudadanía y de las distintas sensibilidades que se mueven en el plano de los dedicados a la política, el asunto de gobierno sería previsible, sin embargo, hay que contar con el peso del mundo económico e institucional que trata de imponer sus particulares intereses. Dado el poder de que disponen a tenor de las fuerzas que les sirven de soporte, serán estos los que acabarán imponiéndose en la acción gobierno, por cuanto es ahí donde reside la verdadera fuerza del sistema que domina la sociedad más allá del hecho de la gobernabilidad.
Aunque se dice de cara al auditorio que se gobierna teniendo en cuenta la armonización en lo posible de las distintas posiciones latentes y presentes en la sociedad, al final se impone la voluntad del gobernante expresada en las leyes. Este es el privilegio del que ejerce el poder. Un poder que emana del Estado de Derecho resultado del consenso político, pero tras las formalidades, en el fondo, se mueve esa fuerza real que domina la sociedad, a la que no puede sustraerse el gobernante. La forma ha de someterse a la realidad de fondo, con lo que este acaba por imponerse de una manera u otra. En cuanto a la ciudadanía, flotando en un mundillo de libertades y derechos otorgados, queda sometida a las determinaciones de quien ejerce el poder conforme a las reglas que marca el aparato de gobierno. Aunque vote no gobierna, son otros los llamados a hacerlo.
El Estado de la legalidad es el instrumento para que, a tenor de las anteriores particularidades expresadas por los ciudadanos y los opositores políticos, desarrolle la ideología que ha llevado a ocupar el sitial del poder al partido gobernante. En principio, la racionalidad está asegurada en virtud del principio de legalidad, puesto que la ley se dice que se atiene a la realidad social, sigue los trámites formales previstos y puede ser objeto de revisión en todo momento por vía jurisdiccional. No obstante, antes que la ley se sitúa la ideología de quien la promulga como motor de aquella. En este punto conviene tener en cuenta que suele venir impulsada por intereses particulares de procedencia grupal, a veces teñidos por la individualidad, que coinciden o no con los intereses generales. Pero el peso decisivo corresponde a esa fuerza incrustada en la sociedad llamada capitalismo, hoy un entramado complejo de naturaleza plural.
Vista la situación a grandes trazos, resulta que el gobernante tiene que jugar en muchos frentes -ciudadanía, clase política, corporaciones, instituciones, asociaciones y otros grupúsculos de poder- y lidiar con unos y otros. Es aquí donde, de manera visible, entra en juego la propaganda oficial como instrumento clave al servicio de la política, para tratar de persuadir a los espectadores de que los intereses que mueven la legalidad son racionales, es decir conforme a los generales, simplemente para ser congruente en lo posible el principio de que la soberanía reside en el pueblo. No obstante habría que aclarar que la propaganda abarca mucho más, puesto que es en ella en la que se sostiene toda la política, tanto en lo referente al ejercicio del poder como en el camino para acceder a él. Pero, ¿qué es la propaganda?. De manera simplificada, sería la fórmula efectiva para publicitar ideas desarrolladas como ideologías políticas, conservar la apariencia política y vender como excluyente un modelo de ejercer el poder, identificado con un partido político, exaltando hasta lo inverosímil las virtudes de sus representantes.
En cuanto a las ideologías, no hay que pasar por alto que, tal y como señala Bell, se trata de un conjunto de creencias dirigidas a construir un modo de vida, lo que la asemeja a una religión secular. Con ellas se busca la uniformidad y combatir el pluralismo, dogmatizando acudiendo a la parte emocional del individuo, conduciendo su racionalidad de manera sesgada para acabar imponiendo otra visión del mundo.
Si la propaganda básicamente tiene que guardar la apariencia adornando la realidad, se ve obligada a desprender mal olor, porque no todo resulta ser tan sano como se pregona, en ocasiones puede haber pestilencia. Su obligación es ocultarla, y trata de hacerlo de la mejor manera posible. No obstante, pese a sus efectividad siempre quedarán fisuras por donde se escapa el mal olor. De ahí que haya que avivar el olfato para captar el tufillo en busca de esa realidad que pretende encubrir la apariencia.
De otro lado, como de lo que se trata, al igual que sucede con la publicidad comercial, es de vender, hay que ser precavidos en cuanto al producto que se nos ofrece, porque las virtudes que se pregonan pueden no ser coincidentes con la realidad. Al encontramos inmersos en el sistema capitalista, el comercio está por todas partes y para su buena marcha tienen que publicitarse las mercancías. De manera que, si la publicidad comercial nos rodea permanentemente, no resulta aventurado añadir que la propaganda, como diría Bartlett, es omnipresente, porque la política se tiene que mover en el reino de lo aparente.
Los argumentos para ser considerada relevante para la política son variados. Además de adaptarse a cualquier idea, juega con la racionalidad desde el principio de lo bueno como contrapuesto a lo malo, que debe ser excluido. Lo bueno es facturado como lo racional, lo que la propaganda defiende, y lo hace de forma machacona para que no sea olvidado por los afectados, mientras que silencia lo que se opone a sus planteamientos, a lo que etiqueta como malo o sinónimo de descabellado. Se pulsa así su sentido emocional haciendo de lo racional creencia. Cuenta con la ventaja de que vende ideas para el bienestar y eso la da efectividad, incluso autoridad, como en el caso de la propaganda del ejerciente del poder. Desde este último, la propaganda se convierte en el vehículo de transmisión del dogma, fuera de él todo es objeto de exclusión. Para general conocimiento, acude a todos los medios de comunicación, aunque con preferencia a los audiovisuales, por lo que se ha ido definido a medida que avanzan las tecnologías; por ejemplo, los medios tradicionales, como la prensa y el cine, han sido desbordados por la televisión e internet, en cuanto lo que impera es la sociedad de la imagen.
Habida cuenta de lo anterior, parece oportuno que, pese a la dignidad de las leyes solemnemente promulgadas y la parafernalia de la gobernabilidad, la ciudadanía de forma directa, más allá de los mecanismos estatales, debiera analizar el fondo de las determinaciones de los gobernantes. El argumento no es otro que tratar de descubrir si bajo el perfume de la legalidad emerge ese tufillo de particularismos que procura ocultar la propaganda, al objeto de que la ciudadanía pueda aproximarse a la realidad política, oculta por el juego de intereses, para formar criterio objetivo cuando tenga la oportunidad de votar.
Antonio Lorca Siero
Abril de 2018.