El pensamiento radical hoy
Por Miquel Amorós
Presentación de El Manifiesto Comunista y de El Abismo se repuebla en la librería Anònims, de Granollers, 2 de marzo de 2017
Un venturoso azar me ha llevado a prologar las últimas reediciones de dos clásicos de la crítica social. El Manifiesto se publicó por vez primera en 1845 cuando el proletariado era apenas real; el Abismo, en 1997, cuando el medio obrero había sido fagocitado por la mercancía. El libro de Jaime Semprun cierra pues el periodo en el que la clase obrera figuró en el centro de todo plan revolucionario. Su verdad viene a desprenderse de un balance final, y al mismo tiempo, de una anticipación. Kant decía que la verdad era la coincidencia del conocimiento con su objeto; Hegel completaba la definición en sentido objetivo llamado verdadero a aquello cuya realidad se hallaba en consonancia con su concepto, o sea, con su expresión teórica. La verdad completa, incluso en sus aspectos menos atractivos, sería la finalidad del pensamiento radical en cualquier momento, el pensamiento que no hace concesiones, que va a la raíz. Particularmente hoy, cuando la verdad resulta desagradable para todos y muy poco aprovechable para la simulación y el acomodo.
Objetivamente, la producción masiva y descontrolada de nocividad acarrea una multitud de amenazas desconcertantes que afectan a la supervivencia misma del género humano. Subjetivamente, el deterioro de los vínculos sociales que fortalecían al individuo, el parentesco, la vecindad, la solidaridad de clase, han producido personalidades frágiles, vulnerables y perturbadas. Aunque el desarrollo de las fuerzas productivas haya sido intenso, ni la base material de un régimen igualitario se ha producido, ni hay clase obrera capaz de dominarlos. Si las relaciones entre la naturaleza y la sociedad se han desequilibrado y si los lazos colectivos han sido cortados, el resultado no ha sido libertad, sino soledad y miedo. El mundo no se vuelve más acogedor, sino más hostil y amenazante. Ciertamente la sociedad de masas camina directo al desastre y nadie espera gran cosa del futuro, que es como decir del progreso, pero ya que los intereses de la masa asalariada se indentifican con la racionalidad progresista, con el desarrollismo capitalista, todo el mundo prefiere ilusionarse con una salvación milagrosa que solamente puede venir de la mano de un Estado protector, por más que los paliativos aplicados no hayan hecho más que acelerar la llegada de catástrofes.
El sujeto de la historia, el agente portador de un proyecto de transformación social positivo y liberador, no existe, ha desaparecido. La clase obrera ya no es más que un lugar común recurrente a la hora de las negociaciones laborales. Una abstracción sin sustancia ni presencia, una no-clase. Los avances tecnológicos han vuelto superflua la fuerza de trabajo en amplias áreas de la producción. El capitalismo se ha adueñado de todas las relaciones entre los individuos, sobre todo de las más íntimas; la ley del beneficio privado y la acumulación de poder rigen los destinos de una población que sufre constantes amputaciones por imperativos de la economía y el aparato político. En efecto, la exclusión alcanza a sectores cada vez más amplios hasta el punto de que el volumen de la población residual sobrepasa la capacidad de los dirigentes en la gestión de excedentes. Las grandes urbes se ven impotentes ante tanta basura imposible de eliminar o reciclar. La sociedad perecerá ahogada en sus propios productos de desecho. Ese horizonte explica la deriva autoritaria de los Estados, el concepto penal de enemigo, el endurecimiento punitivo, la multiplicación de los mecanismos de control y el cierre de fronteras. Paralelamente, se produce el ascenso de los vicios propios de una población acobardada y frustrada, como la xenofobia, el racismo, la intolerancia, la delación, el egoísmo, la agresividad, el odio, el electoralismo… La sinrazón ha tocado techo y la lucidez ha tocado fondo. La crítica social apenas existe y se desenvuelve en condiciones que la hacen prácticamente incomunicable.
La locomotora del desarrollo y del progreso conducen a la barbarie. Lejos de desaparecer, las revueltas se hacen cada vez más presentes, concentradas o difusas, en el centro o en la periferia, y de alguna manera forman parte del paisaje. Los medios de comunicación ponen su grano de arena. La insurrección ha llegado, pero no es portadora de razón sino de caos. Su nihilismo no es más que el reflejo del nihilismo dominante. En absoluto anuncia la aparición de un nuevo sujeto revolucionario, liberador de los oprimidos. Las algaradas de las periferias urbanas no reivindican un cambio radical que vuelva la sociedad justa y habitable para todos; se limitan a reconstruir imágenes especulares de la dominación. Patriarcalismo, jerarquías, fanatismo religioso y étnico, practicas mafiosas, pulsión de muerte… Las masas relegadas en los suburbios abismales de un suburbio total, son forzadas a reaccionar de forma esporádica, confusa e inconsciente, consumiendose en su propio estallido, sirviendo a la vez de enemigo propicio y de chivo expiatorio para el Estado. En cierto modo justifican la implantación de medidas de excepción, que no sólo serán empleadas contra ellas, sino contra movimientos subversivos más incisivos y por lo tanto más peligrosos. El caos nunca produce revoluciones, antes bien, escenarios mafiosos, policiales y militaristas. Por eso al Estado y a la clase dominante les puede salir a cuenta su mantenimiento controlado, puesto que así cierran salidas violentas de la crisis auténticamente revolucionarias.
Tampoco los movimientos sociales surgidos en las luchas urbanas o en la defensa del territorio contribuyen a la formación del susodicho sujeto. Lo habitual es que funcionen dentro de una economía no criticada y se autoimpongan tantas limitaciones que al final queden desactivados. Son reflejos del triunfo del capitalismo y la generalización de la falsa conciencia, de la conciencia que no coincide con la realidad. Por eso se hace más urgente la crítica social verídica, el pensamiento radical. Sin teoría crítica, igual que sin memoria, sin acumulación de experiencias, sin federación de protestas, ningún movimiento puede romper con lo existente, elaborar una estrategia eficaz y forjar un proyecto propio de transformación social. Las condiciones son desfavorables a más no poder, pero los hechos exigen razones, una reflexión productiva que sirva para avivar los rescoldos de la revuelta. Cerrado el ciclo de la clase obrera tradicional, el nuevo sujeto revolucionario no será una “ciudadanía” de votantes de clase media, sino una colectividad de combatientes nacida de la descomposición pero dispuesta a plantarle cara sin abolirse en ella.
Que acaben las ilusiones. Por más que se exagere la perspectiva, la autosuficiencia alimenticia en un pueblo aíslado no es indicio de tránsito hacia una sociedad liberada. No hay espacios a reconquistar dentro del capitalismo, y menos con la ayuda del Estado. La idea de construir una economía paralela a base de cooperativas, huertos y grupos de consumo desde la que ir desplazando lenta y pacíficamente al capital es una vieja utopía burguesa. La burguesía histórica inició su ascenso de esta manera, adueñándose de la economía, pero eso no le ahorró insurrecciones. La monarquía absoluta y la aristocracia no soltaron el poder por las buenas aunque carecieran de capitales. El problema no es simplemente económico: es una cuestión cultural, o mejor, un rearme moral, en el sentido de valores, normas de conducta e ideales de lucha. No se trata de sobrevalorar una práctica que únicamente se encamina a gestionar las crisis, a limitar su alcance o simplemente a subsistir, sino de desencadenar un proceso revolucionario. Además, por otra parte, no se considera la fuerte tendencia de ese tipo de economías hacia la formación de burocracias profesionales y hacia la componenda administrativa. Las zonas liberadas son espejismos, sobre todo en el campo. Más bien son zonas temporalmente abandonadas por el capital, terreno de reserva de rentabilidad insuficiente. Un territorio liberado, bien sea en los barrios urbanos o en las aldeas rurales, depende de una correlación de fuerzas favorable a la liberación, y esas fuerzas han de haber sido incubadas en una cultura de resistencia a ultranza. Un retroceso de la dominación, un vacío de poder lleva a una situación de esa clase. Por otro lado, las crisis alientan la proliferación de esos vacíos. La revolución arrancará si los llena. Pero, para entonces, ¿estarían los espacios pretendidamente autónomos dispuestos a ensancharse colmando ese vacío? ¿estarían los colectivos autodenominados autogestionarios suficientemente en simbiosis con las luchas radicales y preparados para impulsarlas en la dirección revolucionaria?