Consideraciones sobre el caso de Andrea, la niña gallega obligada a malvivir
Si a alguien le cabía alguna duda acerca de para qué sirven realmente las leyes autonómicas conocidas como «de muerte digna», el caso de Andrea, la niña gallega de 12 años, habrá despejado sus dudas con toda seguridad: para nada. No sirven para nada.
Y no sirven porque son leyes timoratas; llenas de ambigüedades calculadas, para no disgustar a nadie; leyes que dicen garantizar la dignidad personal, proclamando pomposamente la autonomía individual en las decisiones sobre el último acto humano de sus vidas, pero que limitan –supuestamente «por imperativo legal»– las posibilidades de elección reconocidas, para que no puedan ser ni remotamente sospechosas de o confundidas con una eutanasia, sobre la que –dicen– no hay consenso social. Se ve que con las encuestas al respecto hacen lo mismo que con las leyes: no leérselas.
Es cierto que en su momento, la primera de dichas leyes, la andaluza, supuso, y así la recibimos, un punto de inflexión en una práctica restrictiva de los derechos de ciudadanía respecto de la aplicación de la medicina y la biología. Tan restrictiva como había demostrado el caso de Inmaculada Echevarría, cuya petición de que se le retirara el procedimiento de soporte vital –la respiración mecánica– que se le aplicaba, con su previo consentimiento, desde años antes, precisó toda una serie de consultas a diferentes órganos jurisdiccionales y de ética asistencial que, aunque terminaron por reconocerle su derecho, se demoraron seis largos meses de ansiedad y entredicho de su dignidad y autonomía. Ello, a pesar de estar claramente recogido en la ley 41/2002, de autonomía del paciente (LAP), el derecho a rechazar cualquier tratamiento. Sin distinción.
Por no hablar de la agresión que nos propinó el PP del señor Lamela, de infame recuerdo, con el apoyo de la caverna mediática, a los profesionales de la Urgencia del Severo Ochoa de Leganés. Precisamente por cumplir con la ley y la deontología, practicando una medicina humanitaria, compasiva con el sufrimiento sin sentido. Una medicina que renuncia al encarnizamiento terapéutico porque sólo lleva a prolongar la agonía. Una medicina que garantiza, mediante la sedación terminal, un final tranquilo y digno, acorde con lo que todos queremos para nosotros mismos.
Esa mala práctica que es el encarnizamiento terapéutico, era por entonces habitual pero, como estamos viendo, no ha sido todavía desterrada de ella.
Pretendiendo evitar situaciones como estas dos, según reconocía expresamente el texto de su ley, el Parlamento Andaluz, por iniciativa del Gobierno de la Junta, quiso aclarar términos y proporcionar seguridad jurídica a los profesionales sanitarios que cumplieran la ley. Aceptamos entonces por buena la explicación de que la capacidad legislativa del Parlamento Andaluz no permitía ir más allá porque requeriría reformar la ley orgánica estatal del Código Penal, cosa que excedía su potestad legislativa. Pero, ya va siendo hora de que cada uno asuma sus contradicciones, también podrían haber hecho uso del artículo 87.2 de la Constitución y haber remitido al Parlamento Español un proyecto de ley que abordase la despenalización de las conductas eutanásicas. Hicieron algo que podían, pero no hicieron todo lo que podían.
Sin ser demasiado maliciosos cabe pensar que se renunció a esa posibilidad constitucional para no poner en apuros al gobierno de Rodríguez Zapatero en Madrid. Porque el hecho es que ahora, con un parlamento estatal de mayoría absoluta del PP, el de Euskadi a iniciativa del PSE, ha hecho uso de esa prerrogativa constitucional.
Pues bien, en los últimos cinco años, el proceso iniciado en Andalucía, se ha ido extendiendo a otras comunidades como Aragón, Navarra, Baleares, Canarias y, también Galicia desde este mismo verano. Cada nueva ley ha sido presentada ufanamente como un avance importante, como una garantía de respeto a la dignidad de las personas en el proceso de muerte. Pero a lo más que han llegado es a adquirir el compromiso de garantizar sobre el papel unos cuidados paliativos que se reconocían como un derecho. Derecho que, sobre no haberse plasmado en la realidad, ha generado un agravio con el resto de comunidades en las que los paliativos son tan sólo una oferta de la cartera de servicios sanitarios.
Y mientras aquí nuestros representantes se ponían medallas por llevar a los Boletines Oficiales de sus comunidades leyes de garantías que, con la muy modesta excepción de Andalucía, no han modificado lo más mínimo la escasa calidad de muerte padecida por la ciudadanía, países de nuestro entorno cultural y político (Canadá, Colombia, Montana, Vermon, Nuevo Méjico, California) se sumaban a los que ya lo habían hecho y despenalizaban la eutanasia y/o el suicidio médicamente asistido. En otros con leyes en vigor desde años atrás (Holanda y Bélgica), se ampliaban los supuestos y la población en las que las prácticas eutanásicas se legalizaban. O en el caso de Suiza, los intentos reaccionarios de acabar con el suicidio asistido o, al menos limitarlo a los suizos, fracasaban en sendos procesos de consulta ciudadana que los revalidaron ampliamente.
Mientras en el mundo del que formamos parte, esa era la tendencia creciente de las leyes, aquí el gobierno de Zapatero sólo se atrevía, in extremis, a mandar al parlamento una ley que renunciaron llamar «de muerte digna» para no molestar a la jerarquía católica, siempre alérgica a unir muerte y dignidad en la misma frase. Una ley que no podía aspirar a otra cosa que evitar la discriminación por razón de la comunidad de residencia y que, de todos modos, quedó abortada por la convocatoria electoral anticipada.
Una ley timorata e insuficiente que se ha intentado recuperar recientemente por el PSOE como la oferta estrella de cara al reconocimiento de la dignidad ante la muerte. Así le va a la socialdemocracia. La pretendida «centralidad» es lo que tiene: que termina por quedarse en un «quiero y no puedo» o, peor aún; en un «puedo y no quiero». Esperemos que la reciente promesa de Pedro Sánchez, candidato del PSOE a presidir el próximo gobierno, de que estará dispuesto a legislar la eutanasia si tiene apoyo parlamentario suficiente, no quede en un brindis al sol electoral al hilo del caso de Andrea. Esperamos, por lo menos, que la propuesta aparezca en su programa electoral. Y que la cumplan en caso de lograr gobierno, que con respecto a esta promesa tienen la estadística en su contra.
Para su análisis político, del PSOE y de todos los partidos que se presentarán a las próximas elecciones, será útil analizar con cierto detenimiento y extraer consecuencias del “caso Andrea», una niña gallega de 12 años que desde sus primeros meses de vida padece una enfermedad rara neurodegenerativa, inexorablemente progresiva y mortal de necesidad, con un pronóstico vital de pocos años que no hacía esperable alcanzara la pubertad. Todos estos años, Andrea ha recibido el cuidado de sus padres, Estela y Antonio, especialmente de la madre que ha sido en estos años, según su acertada expresión, su «soporte vital». Hace unos cuatro meses, Andrea sufrió la enésima complicación de su enfermedad: una disminución grave de plaquetas (encargadas de la coagulación de la sangre) que le ocasionó hemorragias y una situación de extrema gravedad con larga estancia en UVI y un prolongado ingreso hospitalario que se mantiene todavía.
Durante el verano debieron surgir los primeros desencuentros entre padres y pediatras respecto a limitar los procedimientos terapéuticos para no prolongar más una situación que, aun si se conseguía remontar la complicación hematológica, no cambiaría el pronóstico sombrío agravado por ese último episodio.
No tenemos información de en qué momento los padres de Andrea, como representantes legales suyos, autorizarían el inicio de la alimentación artificial mediante PEG (siglas inglesas de un procedimiento que consiste en la colocación de una sonda de alimentación directamente al estómago, a través de la pared del abdomen). De lo que no puede haber duda es que, tratándose de un procedimiento quirúrgico que entraña riesgos, el consentimiento por escrito de los padres o tutores fue un requisito obligado.
Y suponemos la existencia de discrepancias porque por entonces se hicieron dos cosas; una inusual: la solicitud por parte de los médicos –parece que a instancias de los padres– de la opinión del Comité de Ética Asistencial. La otra, excepcional, consultar al juzgado «sobre el plan terapéutico de Andrea». Cosa ésta que hemos leído con sorpresa y que habrá resultado no menos sorprendente para juez y fiscal si se produjo en tales términos.
Pues bien, nos enteramos con sorpresa que el juzgado entonces «aprobó el plan terapéutico propuesto». Sorpresa porque, según nuestra experiencia profesional, la respuesta judicial que obtiene un médico cuando pregunta a un juez qué debe hacer, suele ser aproximadamente: «actúe usted según arte» o «según su criterio profesional», respuestas que podrían traducirse al lenguaje coloquial como «usted sabrá lo que hay que hacer. Yo soy juez, no médico». Aunque, desde luego, una respuesta de este tipo puede muy bien haber sido interpretada por quién hizo la consulta como una autorización para decidir las actuaciones, independientemente de los deseos de los representantes legales, que son los que la ley –e incluso el sentido común– reconocen como aquellos que mejor conocen el interés del menor.
Sin que disminuyera nuestra sorpresa, al saltar a la información pública la noticia, tanto la gerencia del hospital como la cadena política de mando, desde la consejera de sanidad, hasta el propio presidente de la Xunta de Galicia, Núñez Feijóo, resaltaban el carácter no vinculante del dictamen de la Comisión de Ética Asistencial e insistían en decir que las decisiones correspondían a los médicos, a los que «hay que dejar trabajar». La primera observación resultaba altamente sospechosa de que el dictamen ético era contrario a las pretensiones de los pediatras. De otro modo, les habría faltado tiempo para esgrimirlo como argumento (aunque, desde luego, para los padres es aún menos vinculante que para los médicos, no ya legalmente, ni siquiera moralmente). Lo segundo, el que la decisión corresponde a los médicos es, simple y llanamente, falso.
Resulta difícil inclinarse por cuál de las dos opciones posibles es más rechazable pero, o el presidente y su consejera mienten o desconocen la ley aprobada este mismo verano que lleva al pié la firma del propio Núñez Feijóo. Su artículo 17.1 dice textualmente: «En el caso de que el juicio de la o del profesional sanitario concluya en la indicación de una intervención sanitaria, someterá entonces esta al consentimiento libre y voluntario de la persona, que podrá aceptar la intervención propuesta, elegir libremente entre las opciones clínicas disponibles, o rechazarla, en los términos previstos en la presente ley y en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre. (El subrayado es nuestro).
Y no podía ser de otro modo, porque así lo exige el Convenio Europeo de derechos humanos y aplicaciones de la biología y la medicina, del que la ley gallega dice que «a diferencia de las distintas declaraciones internacionales que lo han precedido, es el primer instrumento internacional con carácter jurídico vinculante para los países que lo suscriben». Entre ellos, España desde 1999, añadimos nosotros. E igualmente lo exige la mencionada LAP que, por imperativo de dicho Convenio Europeo, recogió sus exigencias normativas.
No nos cansaremos de repetirlo: el principio rector de toda práctica médica legítima que establecen leyes y convenios internacionales de obligado cumplimiento es hoy que «toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios»que tienen «derecho a negarse al tratamiento» y que pueden «revocar libremente por escrito su consentimiento en cualquier momento». Son principios básicos establecidos por la LAP, concretamente en sus artículos 2º y 8º. ¿Qué parte no han entendido los pediatras del Clínico de Santiago, el gerente, la consejera o el propio presidente?
¿O tal vez ignoran –artículo 9º de la LAP– que los padres ostentan legal y legítimamente la representación de la menor incapaz? Porque la única alternativa a la ignorancia (o, peor, desprecio) de estas normas sería que los pediatras tuvieran sospechas fundadas de que los padres de Andrea no buscan su bien objetivo, su mejor interés. Y, de haberlo considerado así, el juzgado no se habría limitado a dar «su conformidad al plan terapéutico» que, por cierto, ya admitía la supresión del tratamiento activo de la complicación (esteroides e inmunosupresores); además habría decretado alguna medida restrictiva de la patria potestad sobre Andrea. Que se sepa –y se sabría– nadie autorizado ha puesto en cuestión la representación paterna de Andrea.
A lo que en realidad se enfrentan Andrea y sus padres es al empecinamiento de unos médicos pediatras que no asumen que su obligación de tratar no es ilimitada y que el límite de cualquier tratamiento no está en la posibilidad técnica de seguir aplicándolo (en este caso la alimentación artificial mediante PEG) sino en la voluntad directa o representada del paciente. Se están comportando según el modelo soberbio-jerárquico de «yo tomo las decisiones porque soy el que conoce la ciencia». Y se sienten además públicamente respaldado por toda su cadena de mando. No se han enterado de que a Hipócrates se le lee hoy de manera radicalmente diferente. No hay otra explicación que la soberbia para que sigan desoyendo la recomendación del comité ético en el sentido de que lo recomendable es «retirar a Andrea la medida de soporte vital cuestionada, es decir, la nutrición e hidratación artificial por sonda que tiene; tratar los síntomas de las complicaciones o de la aparición de hambre y sed si se da el caso; plantear el apoyo de especialistas en cuidados paliativos, y en el momento en el que no puedan controlarse los síntomas de la niña considerar a sedación paliativa como un tratamento posible e indicado». Hay que decir que, en esta ocasión, la respuesta del comité no es ambigua en absoluto. Simplemente no es la que esperaban los facultativos que –antes mantenerla que enmendarla– han terminado enrocándose en una nueva «consulta» al juzgado cuando los padres anunciaron su intención de denunciar al hospital en esos mismos juzgados.
¿Cómo se resolverá el conflicto? Pues, si se cumple la ley, siguiendo la decisión (que no los deseos) de los padres de Andrea y, según lo recomendado por el comité de ética, retirar la alimentación artificial permitiendo que la enfermedad ponga fin a una existencia de sufrimiento, del modo natural en que habría terminado ya de no haberse aplicado el procedimiento de alimentación al que ahora, con todo derecho, retiran el consentimiento sus padres. [Los pediatras decidieron el lunes 5 de octubre retirar la sonda de alimentación a Andrea y sedarla en las horas siguientes: El domingo día 4 había cesado la consejera de Sanidad de la Xunta de Galicia. NdeE.]
Para ir terminando, dos últimas consideraciones. La primera, reconocer públicamente el valor cívico que demuestran Estela y Antonio, reclamando públicamente su derecho –el de Andrea y el de ellos– a decidir. Sin importarles las descalificaciones que los elementos más recalcitrantemente conservadores de la sociedad gallega y española les van a dedicar.
Requiere mucha convicción y, sin duda mucho amor a su hija. Nadie que no haya pasado por esa situación puede hacerse ni remota idea del sufrimiento que hay que ver y compartir en una hija para llegar al convencimiento de que la muerte no es para ella peor que la vida y solicitar que no se le siga negando la posibilidad de que ocurra de un modo natural; por el curso propio de la enfermedad sin intervenciones que sólo tienen el objetivo de prolongar una existencia agónica.
Desde la Asociación Derecho a Morir Dignamente, el reconocimiento a su valor que, no sólo sirve a Andrea sino a todos. Especialmente a cuantos enfermos y familiares, en este mismo momento, se enfrentan en silencio y en soledad a una situación similar de conculcación de derechos. También ellos cuentan con nosotros.
Y, por último, dejar bien claro a todos los agentes políticos y sociales, especialmente a quienes recibirán dentro de apenas dos meses el mandato ciudadano de legislar en representación de la soberanía popular, que ese pueblo soberano al que están obligados a servir, no se conforma ya con que no se le obligue a prolongar su agonía o a vivirla en medio de un sufrimiento obsceno (lo que ya sería una mejora enorme sobre lo que el incumplimiento de las leyes existentes no evita). Lo que la inmensa mayoría, cuatro de cada cinco ciudadanos y ciudadanas en la última encuesta realizada, reclama ya es el reconocimiento de la disponibilidad de la propia vida.
Reclaman que, mediante la despenalización de la eutanasia y la asistencia médica al suicidio, se reconozca el derecho de toda persona legalmente capacitada, a decidir libre y autónomamente sobre todos y cada uno de los momentos de su vida, incluida la muerte; sin más sujeción que a su propio criterio moral ni más restricción que el respeto al derecho de los demás.
Porque la vida es un derecho que nace de la propiedad individual sobre ella, no una obligación. Obligación en que pretenden seguir convirtiéndola quienes utilizan la muerte como amenaza y el miedo a la muerte como garantía de que podrán seguir controlando nuestro cuerpo y nuestras conciencias.
La opción que se les presenta a esas parlamentarias y parlamentarios que están a punto de recibir el mandato popular es bien sencilla: ponerse al lado de los poderes que niegan nuestra libertad o de quienes les vamos a llevar al parlamento.
Nosotros, individualmente y como integrantes de una asociación que lleva 31 años luchando por que se nos reconozca la propiedad de nuestra vida, tenemos bien claro al servicio de quienes estamos. Cualquiera que se encuentre en una situación parecida a la de los padres de Andrea, o que esté dispuesta o dispuesto a trabajar por ellos, sólo tiene que descolgar el teléfono y ponerse en contacto con nuestra asociación: 91 369 17 46.
5/10/2015
Luis Montes Mieza es médico y presidente de la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente. Fernando Soler Grande es médico y secretario de la Asociación Derecho a Morir Dignamente de Madrid.