Chile y más allá. El Caudillo de la Izquierda Revolucionaria o la desbocada vanidad
“Al comienzo fueron vicios, hoy son costumbres”
Séneca
“Sueñan con laureles guerreros, pero particularmente con los laureles de general, pues creen que ellos no han nacido para obedecer sino solamente para mandar”
Proverbio Español
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En la izquierda revolucionaria perviven una serie de prototipos de militantes, todos muy simpáticos (si tenemos la virtud de observar el fenómeno desde lejos, claro). Tenemos desde hiperventilados que piensan que la revolución es una cuestión inmediata, que no se produce únicamente porque no tenemos decisión suficiente; catastrofistas que piensan que todo el régimen capitalista está en completa crisis y que aquello es producto de un rechazo masivo, profundo y consciente de parte del proletariado revolucionario que ardiente aguarda en la puerta del horno el asalto al poder; fatalistas(lejos los más dramáticos) que piensan que la revolución es solo un estado de consciencia, no un objetivo político concreto e histórico; la revolución sería actuar como revolucionario en una sociedad podrida, pero sin que ello involucre una transformación total de la estructuración social y política del capitalismo, lo único posible sería la resistencia moral, y por tanto la apuesta es la conformación de una comunidad valórica autosuficiente; existen también viejos cuadros sobrevivientes de partidos con décadas de trayectoria. En general, este sector etario resume el conjunto de los problemas de crecimiento y fortalecimiento de la alternativa revolucionaria al -blasfemo- “alejamiento” de las sagradas ideas de Marx, Engels y Lenin (y le puede sumar: Mao, Trotsky, Stalin, Guevara, Castro según sea su gusto particular). Entonces, se trataría hoy, fundamentalmente, de llevar adelante, al pie de la letra, las ideas de los “clásicos” (o más bien sus interpretaciones manualescas y vulgarizadas). Puesto que es obvio que la teoría de la revolución y todas sus contribuciones están ya agotadas y desarrolladas al máximo en los respetables líderes que posan siempre de serio perfil en algún afiche, bandera o lienzo. ¿Alguien podría acaso dudar un segundo de aquello? Ciertamente, por más que se cite profuso al Amauta, pareciera en realidad no haber verdaderamente espacio para la “creación heroica”.
Pero también existen otros personajes caricaturescos -aún más interesantes- pese a lo nocivos que pueden ser. Desde nuestro punto de vista y experiencia, por sobre todos destaca (por luz propia, ya verán) el infaltable caudillo de la izquierda revolucionaria. Cual Cristo en la última cena o Moisés a los pies del Sinaí vocifera con fuerza la necesidad del jefe redentor de los pueblos (él mismo, por supuesto). Figura siempre en la primera línea -de puntualidad implacable, por lo mismo- y procura ubicar sin falta su mirada en el horizonte lejano (aunque nadie lo observe), pues simboliza el invariable y decidido porvenir de la revolución y el socialismo. En su propia figura, sin decirlo nunca, se sintetizan “valores morales” (obvio que con comillas) y astucia impecable. Al infatigable trote estará siempre presente en cada evento de magnitud; le encanta la “farándula” política. Aunque de inteligencia superficial, de conceptos construidos a partir de lugares comunes y simplismos básicos (superfluo por entero), su actitud ganadora y personalidad exuberante lo hace gozar de una incontenible “genialidad”. Presto a la batalla nuestro guerrero espartano moderno siempre procurará estar en todo, goza (de verdad el placer recorre su cuerpo) siendo protagonista casi tanto como lo hace frente a las miradas que logra cautivar con sus actos, maneras y formas (siempre calculadas y pantomímicas). Se excita contemplado su protagonismo social. Su cuerpo entero se erotiza consigo mismo en plena acción revolucionaria. Apasionado en actos políticos, reuniones y discusiones de toda naturaleza, incluso hasta la menos dadas a este tipo show, la exuberancia y la exageración funden su ley nata. Es, por supuesto, un simple egocéntrico, vanidoso, que -quizás- simplemente arrastra sobre sí infinidad de problemas personales, sobre todo de seguridad. Por supuesto son mayoritariamente varones que reafirman su “virilidad” (sea lo que quiera decir ese concepto) de pasada. Estos sujetos, aunque no lo digan jamás, se sienten dueños de sus micro-organizaciones políticas donde reinan cual señor feudal en el medioevo desde lo alto de su torre de marfil, afincado sobre todo el poder y la fuerza que alguien, desprovisto de razón y escrúpulos, puede concentrar y producir en este contexto. Por supuesto que jamás nunca su palabra es contrariada por ninguno de sus acólitos; salvo que en su cálculo esté precisamente articular algún debate que le permita, en medio del ejercicio de apariencia democrática, mostrar su “humildad” (actuada) frente a la diferencia, el disenso y la contradicción hacia sus monaguillos. Cuando la organización crece y desarrolla un interesante proceso de multiplicación funcional (o sea pasa de ser un micro-proyecto a un mini-proyecto pero en extensión-relativo-ascendente-acumulativa-progresiva, esto quiere decir que -en nuestro amargo Chile- cuando básicamente ya logra tener un poco más de 20 personas agrupadas) se siente al mando de ¡toda una columna de cuadros!. El mesías, cual Cristo frente a sus apóstoles, deposita una calculada fe en algunos destacados acólitos, en general aquellos que combinan al mismo tiempo el no ser una amenaza directa a su liderazgo (los “leales”) y que además presentan alguna virtud y capacidad política que amerita el glorioso ascenso en magno grupo humano. Allí la verdadera vanguardia, o más bien vanguardia de la vanguardia –aunque su existencia no se sepa abiertamente- la cual sin retraso termina sintiéndose, percibiéndose en cada momento e instancia… ¿Será posible acaso ocultar el aura triunfal de los ganadores? Imposible. Así, la organización sigue su curso “exitoso” de “crecimiento”, el cual generalmente llega hasta el momento que aparece en escena otro infalible mesías presto a disputar la dirección del suculento rebaño del mismo modo, y mismos métodos, que el incombustible jefazo. En la medida que crece la magnitud del esfuerzo organizativo, del colectivo “grande”, los conceptos: “político-militar”; “partido de cuadros”; “lucha armada” son expelidos con cólera cada que vez se presenta la oportunidad… ¡el mundo debe conocer el desacato ante la ley burguesa!, ¡Somos la insurrección, temednos burgueses!, pensará. Los ricos y poderosos, amenazados en su estabilidad, deben saber que su muerte se avecina bajo la lanza del nuevo Espartaco y sus esclavos-libres (esclavos del caudillo, por supuesto). Pues obvio, el implacable partido revolucionario marxista-leninista, vanguardia del proletariado, terror de escuálidos y burgueses, espera la entrada triunfal en la escena de la Historia (con mayúscula, claramente) conducido por el magnánimo quijote quien -grandilocuente y locuaz- expele triunfo y victoria desde lo más hondo de su invencible espíritu henchido de voluntad y gloria.
El discurso de la unidad, por supuesto, está presente de forma ardiente y apasionada. Pero por supuesto que siempre es una “unidad” tan cómoda como cínica. La pretensión última es claramente estrecha: la unidad es sobre sí mismo, el liderazgo sagrado no puede ser mellado por ningún impío, aficionado o amateur de la revolución. No hay nadie como él. Ni en el fondo ni en la forma podría siquiera jamás alguien discutir la virtud del elegido, el único, el infalible. La unidad es funcional, únicamente pertinente cuando ella se produce sobre el líder y su brillante camarilla, pues cuando son ya más de veinte inmortales militantes, marchan ya firmes a la eternidad, cual Aquiles frente a las troyanas playas. “¿Cuánto no hizo Fidel también con un puñado similar?” repetirá en silencio y para sí mismo, masturbándose frente a un espejo matutino, en pleno ejercicio de autosatisfacción, sentado ya sobre la misma victoria.
Pero su dominación tácita o explicita no puede tambalear, para ello hay siempre control interno simple: es combinado el vulgar halago y el reconocimiento particular e individual a personas específicas (las claves), especialmente cuando éstas presentan debilidad de carácter o personalidad (o ambición desatada). Es un manipulador innato, un sociópata, un virulento narciso. El vínculo informal juega un rol central. La conversación permanente por alguna red social; el café, la cerveza; la actividad de “camaradería” sirve como perfecta excusa para cautivar y captar la conciencia del débil, el incauto o el sediento de poder. ¿Quién podría acaso sospechar de la intención verdadera del camarada-líder? Todos siempre deben respetar los conductos salvo, por supuesto, él formador de formadores, él jefe indiscutido, el revolucionario de otra época. Pero también opera la maniobra vil y venenosa; simple y directa; eficiente y tenaz. Cuando las confianzas son ganadas el enfrentar cualquier diferencia, duda o problema, es más o menos sencillo. La maniobra entra en escena: el compañero o la compañera es abordada, sin tapujo, pereza o duda, de manera bilateral. El conducto regular, la norma organizativa, la democracia, el “centralismo-democrático” que aparece siempre en boca del gurú como leniniana categoría, se convierte en una molestia, un lastre, una burocracia que hay que aplastar pues entorpece la libertad y el criterio impecable del genio creador, el cual siempre debe volar libre sobre la consciencia de los simples. Y allí, en ese espacio, en ese momento pacientemente labrado, se siembra primero la duda y luego el caos; vileza, mala fe, maldad, mentira y desagravio impulsan cada pequeña acción en frío cálculo. Se ubican objetivos internos -y blancos políticos-, o sea, es concordado el ataque dirigido hacia aquel militante o grupo que por alguna razón molesta al líder verdadero. ¡No hay perdón para al insensato!, ¡Guillotina para el inútil devenido en rey-falso!, pues, además, es siempre su culpa: “él se lo ganó”, “él se lo buscó” repetirá serio y frío justificando cualquier infamia. De hecho, no dudará en traicionar hasta los principios más sencillos y elementales, ¿Cómo no?, él mismo es fuente de razón universal. Ninguna moral posee el furioso caudillo en plena ira desatada. Cuidado quien se cruce en su camino.
No hay militante capaz, nuevo líder o cuadro en formación, que se salve del veneno del mesías elevado por justeza y virtud propia en sangriento inquisidor. El dedo implacable, castigador, apuntará al transgresor de la verdadera disciplina, pero siempre por el lado y por debajo, pues el referente no podrá construir conflicto alguno con sus ovejas, pues, aunque descarriadas, seguirán siendo el rebaño a cual conducir a su propia emancipación. Cobarde ocultará su rostro en las sombras. Incluso si no hubiera transgresión alguna, el castigador hará sentir su poder sobre la presa, pues la razón es siempre una consigo mismo, incluso si detrás de ello hubiese una simple interpretación subjetiva, la cual -es obvio- jamás será reconocida por el implacable. Ofendido siempre negará cualquier atisbo de subjetividad en su consciencia objetiva, limpia y pura. ¿Cómo acaso el infalible va estar manchado de aquel humano problema?
¡El infame debe sucumbir a los pies del adalid! El derecho inmerecido del alzado debe aniquilarse, aunque haya sido el producto -impropio- adquirido por un púdico vicio: debilidad de una militancia aún informe, no tocada todavía por la gloria del ganador. El mesías jamás permitirá la adoración del becerro, del falso ídolo, vociferará fuerte contra la ideología. Los valientes soldados, los príncipes, serán premiados por el reconocimiento personal del líder. ¿Qué mayor placer puede haber en este miserable mundo que la sonrisa “franca” del jefe? No hay medalla o riqueza que valga el amor, respeto y confianza del elegido. Pero el día de mañana, el próximo objetivo interno puede ser aquel mismo príncipe e inocente trabajador laborioso de los intereses del único.
¡Ah!, por supuesto, no olvide jamás que el vanidoso es inconmensurablemente orgulloso. Cualquier crítica o diferencia que usted manifieste frente a sus ideas serán tomadas como un ataque personal. Nunca podrá aceptar que pudiera haber un contenido razonable en el argumento del incauto, pues siempre será una ofensa personal que producirá una molestia tal que la descomposición inmediata en su rostro y pose darán cuenta de ello al instante. Tampoco tardará en hacerlo saber, pues el impío se debe -por supuesto- retractar rápidamente. La ofensa no puede perdurar. ¡Cuídese cuando observe aquello!, pues tan pronto como ocurra empezará la máquina a socavar la tierra bajo sus pies. Sepa usted cómo opera: bilateral en el bar, en el café, en la caminata de una marcha, en el cumpleaños de alguien, en el auto, en la micro, en el asado, etc., tendrá, el injustamente maltratado, dentro de su tabla siempre la crítica virulenta al insensato que persigue ridículamente al infalible por -obviamente- incomprensibles “razones personales” (siempre comienza por ese argumento, el resto viene después, y es pura creatividad). El impropio, en el fondo, siempre es un pobre resentido (por “envidia” a lo mejor, o por un “conflicto no resuelto” quizás, la frase clave del gurú siempre será: “no sé qué le pasa conmigo”, oración obviamente pronunciada con un gesto de calculado desconcierto). Pero el filisteo, ruin, abyecto, miserable, mezquino, granuja, bribón, truhán, alevoso y resentido será pronto ajusticiado por sus propios pares. Pero ojo, el infalible no manchará sus manos jamás, allí un principio irrenunciable. Nadie podrá huir a la perfecta obra del hábil -y siempre “moralmente correcto”- cuadro de la revolución; lengua venenosa y actitud ponzoñosa de por medio. Por cierto, tampoco olvide que el caudillo es un artista innato, su vida toda es una escena montada en un glorioso acto dispuesto en medio escenario mismo de la vida; allí precisamente su mayor virtud y más profundo defecto.
Podríamos hacer un simple ejercicio, nos preguntamos ¿De qué forma actuará frente a estas líneas?, buscará el apoyo y el sosiego en sus cercanos, en los compañeros con las cuales, cerveza de por medio y gozando toda vez del pelambre y del cahuineo vulgar, ha construido una relación relativa de confianza. Le mandará el texto y agregará, con un cálculo matemático: “¿lo leíste?”; “¿que te parece esto?”; “¿cual es tu opinión?”. En el fondo buscará que el otro, su subordinado compinche, tome la delantera y asuma él un actitud frontal y de negación directa del contenido de estas líneas, así el “solo” se “sumará” a quien ya tomó la iniciativa (incitado maliciosamente por él). Pero si el viejo ardid ya está develado en estas líneas, entonces ¿Cuál será la maniobra?.
Pero el infalible es inculto, un débil intelectual. Incapaz de producir política por sí mismo; se aferra a la frase hecha y simplona. Imperdonable debilidad para tal majestad. Y es que éste curioso líder se ha construido a sí mismo principalmente mediante el recogimiento de las formas, costumbres y modos que la izquierda construye y eleva -patéticamente- a categorías universales de comportamiento. Es un simple ícono inerte; lato, pálido y gélido arquetipo, caricatura de revolucionario. Se expresa, habla e interviene sólo con frases “para el bronce” pero sin polemizar, sin debatir realmente, sin profundizar contenidos y -obvio- que sin crear absolutamente nada. Cuestión más que interesante, pues, en el fondo, ¿Qué es el ser humano? Precisamente el animal que piensa-trabaja, que construye su historia. Es un productor de la vida social, es un creador de valores y articulador de sociedades enteras. Pero nuestro revolucionario ejemplar, nuestro licántropo, no produce absolutamente nada. Como no posee una cultura política profunda ni real, generalmente se va convirtiendo en un adicto al seminario, al foro, al taller de formación. Pero como es un hipócrita, al mismo tiempo que un gran actor, se ubica siempre de manera estratégica, no podría ser de otro modo… éste también es su escenario. En la retaguardia o en un rincón se asienta de manera altiva, observa el ambiente con detención y minucia, pero no interviene con premura. Y es que nuestro héroe (¡Cuidado campeón!, revelaremos vuestro oscuro secreto) con suerte maneja el “Manifiesto Comunista” o el “Estado y la Revolución”; es un marxista, claro, pero un marxista que se ha construido por medio de la mimesis, de la imitación vulgar a los compañeros y compañeros que sí saben, que sí conocen, que sí consumen su tiempo en el estudio sistemático y creativo, pues ellos sí reconocen que deben conocer para transformar, al mismo tiempo que la transformación produce conocimiento, y ese ejercicio requiere trabajo laborioso, sistemático y siempre colectivo (nada que ver con la figura licantrópica con la que nuestro héroe adora asimilarse). Pero nuestro gigante, el infalible e infatigable, no tiene idea casi de nada más que de lo obvio. Jamás un estudio profundo de economía, menos aún El Capital (el que por supuesto brilla en su biblioteca siempre a la vista del visitante junto a otros grandes libros jamás abiertos), menos aún de filosofía o ética real, o de alguna ciencia social o humana específica que sobrepase el carácter divulgatorio o agitativo. Las obras fundamentales del marxismo, incluso las del propio Marx, sus críticas radicales y virulentas al pensamiento burgués y pequeñoburgués, son por completo desconocidas a nuestro genio y líder. Se contenta apenas con la lectura de noticias que rebota siempre profuso por las redes sociales (pero sin comentarios, pues no arriesgará decir una estupidez que evidencie su falta de profundidad, nótese), y es que debe demostrar -por supuesto- que está siempre informado y preocupado por lo que acontece en el movimiento real de la lucha de clases. Nuestro hombre es pura apariencia. Tan así que cuando interviene (rara vez ocurre) en algún taller o debate público lo hace (apostado seguro en su rincón, no olvidemos) con la certeza de que su palabra será precisa, contundente y compacta. Nuestro genio siempre dice lo evidente, y nada más que lo evidente, pero con energía, pasión y certeza militante; estilo y actitud se funden con su propia alma y razón (insistimos, es un gran actor). Todas sus ideas están construidas a partir de los estudios y opiniones de otros, es un charlatán como cualquiera. Si pudiera borraría el nombre de documentos realizados por otros para poner el suyo (quizás sí lo ha hecho) o extraer (usurpar) líneas y párrafos completos para su uso particular. Siempre atento recoge (incluso anota en su cabeza o en un papel) todo aquello que le pudiera ser útil en alguna futura intervención o debate. En su cabeza pervive inevitablemente un collage de conceptos mal comprendidos y pésimamente articulados pero que usa toda vez que se enfrenta a alguien que intuye inferior. Por todo ello, sabiéndose intelectualmente incapaz, siempre tiene una palabra crítica hacia el militante que posea (para su mala suerte) inclinaciones hacia el estudio, pero proyectándola -por supuesto- de manera solapada, oculta. Es que es obvio: nuestro hombre de acción en el fondo odia a quien sabe o quien estudia, a quien intente proveerse de contenidos y argumentos. Rechaza rabioso lo que no es ni será nunca, en especial cuando su contraparte posee real argucia para ello. Lo detesta, lo envidia con toda su corazón, cada vez que lo escucha siente en su estómago un calor furioso. Más cólera todavía cuando si este pobre melindroso intenta estudiar más allá de la cuenta o de lo “necesario” (básicamente más que nuestro guerrillero del Vietcong). Combatirá a los “intelectualoides”, a los que intentan disponer de su tiempo para especializarse y profundizar en sus ideas. “¡¿Para qué perder el tiempo en eso?!” dirá. “¡De lo que se trata es de estar en medio de la acción!” sentenciará colérico, pero siempre cuidando que el estudioso no se vaya, no se aleje, pues sabe que lo necesita para sí mismo, para su servicio personal. Nuestro paladín es un astuto zorro, no olvidemos.
Así y todo se sentirá fuerte, poderoso, ejemplar. Golpeará todas las mañanas su pecho desnudo frente al espejo, diciéndose conforme “¿Quién estará dispuesto realmente a realizar los sacrificios que yo hago o haré?”, “¡¿Quién realmente tiene mi altura moral, mi convicción y disposición única?!”. Nuestro glorioso proletario insurrecto es por supuesto la “medida” de todo el resto, del universo revolucionario entero, el cual abarca a todos sus compañeros y compañeras. Medirá impúdico a toda la militancia que lo rodea respecto a su propio “sacrificio” personal, a su propio ser, a su propia existencia. Se atreverá incluso a juzgar a todos el resto por cómo -supuestamente- actuarán en determinadas situaciones; frente a las cuales nuestro caudillo obviamente no fallará, incólume superará todas las pruebas del revolucionario porvenir. Sí, nuestro revolucionario ejemplar, rey en el sacrifico cotidiano, forjado en un mármol de moral pura, también tiene el extraordinario poder de predecir el futuro de cada militante; posee ni nada más ni nada menos que la certeza científica de cómo actuaremos todos y cada uno de nosotros y nosotras, en cada lejana circunstancia que la lucha de clases nos ponga delante…
Por cierto, también bautizará todo lo que tenga a su alcance con nombres rimbombantes: héroes y heroínas de luchas inmemorables, y es que por supuesto necesita demostrar a todos y cada uno su convicción infranqueable. El mundo debe saber que todo lo que hace, piensa y respira, es pura revolución. Invariablemente se reafirmará a sí mismo también, en cada uno de estos pequeños pero simbólicos actos. El exceso es la norma; jamás sutileza alguna atravesará su razonamiento práctico.
¿Pero qué pasa si alguien dentro de su grupo humano posee realmente virtudes superiores a las propias? Cuando nuestro héroe es aún inexperto tratará en vano de competir con él, pereciendo siempre o destruyendo su propia obra organizativa en un camino sin frutos ni sentido. Pero cuando nuestro adalid supera la vaga inexperiencia actuará de manera diferente, no se precipitará. Astutamente se convertirá en un miserable adulador, rastrero ser, granuja, zalamero y repugnante canalla; chupamedia de poca monta. No escatimará en pomposos halagos, oblación, votos de lealtad, amor infinito y ofrendas varias hacia la(s) jóven(es) promesa(s) que se ubican por delante de él, para su desgracia. De pie aplaudirá hasta la más triste intervención de su ser amado, mientras de rodillas agradecerá -a viva voz- haber conocido a su predilecto referente. Pues claro: amarás al líder por sobre todas las cosas, incluso casi tanto como a ti mismo… casi.
Nuestra titán rehuirá raudamente de cualquier circunstancia que pueda llevarlo a un enfrentamiento verbal con cualquier otro, pues lo fundamental, en su sicología, es resguardar las formas y los modos; pura apariencia en el comportamiento es la regla implícita, el modelo, la praxis (este último concepto le provoca orgasmos, por cierto). Nuestro hombre es un caballero de la revolución, un respetuoso del todo. Tradición y ritual es su precepto. Siempre empujará -por lo general con disimulo pero a veces también con desesperación- a los otros a cumplir la tarea de enfrentar a cualquiera (salvo cuando a éstos los reconoce débiles o incautos). El observará desde la retaguardia y entrará al ruedo siempre cuando el agua encuentre calma retornando a su normal curso. De lejos siempre esperará la oportunidad de entrar sonriente en la escena, hipócrita. Su lengua es sagrada, pese a su falta de cultura y conocimiento profundo, siempre será un gran conversador. Es capaz de estar por horas proyectando y preguntando estupideces sin sentido alguno, es parte indispensable de su arte. En cada conversación se detiene siempre, por largos minutos, en los detalles más inútiles e inverosímiles. Ciertamente, a cualquier mente sagaz le parecería un poco extraño -en primera instancia-, pero luego de un rato podremos darnos cuenta que en realidad recoge datos de utilidad práctica para él, no son profundos o complejos elementos (ni él mismo lo es), pero sí muy importantes para su forma de hacer política. El manejo de información sensible de quien sea o de lo que sea tiene inigualable valor. Además, como todo buen sociópata, le gustan los datos y los hechos morbosos. En el fondo también es un incontenible pervertido, goza con el detalle inútil, menor o nimio. De hecho, como los tiempos han cambiado para bien en este aspecto, ahora logra controlar sus impulsos en la calle (toda vez que pasa una mujer que pudiese llamar la atención de su implacable mirada), pero hace unos pocos años gozaba del depravado “placer”, buscando además siempre la complicidad del hombre que lo pudiese en ese momento acompañar en sus oscuros impulsos. Por supuesto que en el fondo es un misógino, un desdichado machista que hasta en sus relaciones sentimentales busca “compañeras” que, aunque revolucionarias, “amen” las labores “tradicionales” adscritas como “naturales” por la fuerza del patriarcado, a las mujeres. Buenas y apasionadas madres, “hacendosas” en el hogar y conservadoras a la hora de vivir su “vida social” marcarán su pauta y requisito elemental. De hecho, juzgará siempre con mayor violencia a las compañeras “descarriadas”, estás serán sencillamente “liberales”, “pequeño-burgueses”, incorregibles e irresponsables, mientras los varones habrán solo cometido un “pequeño error”, siempre corregible y perdonable. Ninguna compañera tendrá jamás la posibilidad de cometer un pecado, de retroceder, de tener un conflicto personal incontenible. Nuestro implacable, siempre hambriento, las devorará cual lobo frente a su presa. Pero el gurú, es un zorro pese a su ignorancia supina, sabrá contener (ocultar) su impulso misógino de alguna forma, el que pasará de largo para todos salvo para quienes observen desde cerca su vida “privada”. Precisamente allí una maldita clave para nuestros héroe: odiará a las mujeres en silencio, pero dependerá su propia estabilidad emocional de la relación sentimental que con ellas establezca (o con una de ellas); como también odiará profundamente al que sabe, estudia y produce política, pero al mismo tiempo -también- dependerá de ellos para su propia sobreviva como infalible cuadro de la revolución. Allí dos grandes e imperdonables debilidades.
Iker Cruz
Revista Nuestra América
Izquierda Guevarista de Chile
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